Existen equipos que, ganando más o menos, se quedan en la memoria colectiva debido a unos rasgos característicos que los hacen especiales. Ocurre con los Detroit Pistons de principios de siglo, grupo que alcanzó siempre las finales de su conferencia entre 2003 y 2008, y cuyo cénit fue la tumba de los brillantes Lakers de Shaq y Kobe. Los angelinos, que habían reclutado a Karl Malone y Gary Payton, en un intento veloz por recuperar un trono del que en 2003 les bajaron los Spurs de San Antonio, se dieron de bruces contra la tenacidad de esos enérgicos Pistons.
Tras sentar las bases Rick Carlisle, Larry Brown llevó a los de la Motown a dos finales consecutivas. Además del anillo de 2004, en 2005 forzaron siete partidos precisamente a los anteriormente mencionados Spurs. Y justo en ese bienio, en el que rescataron el espíritu de los Bad Boys de finales de los 80, muchos nuevos aficionados se identificaron con Detroit. Aquel quinteto quedó grabado a fuego y hoy todos somos capaces de recitarlo de memoria: Billups, Hamilton, Prince y los Wallace: Rasheed y Ben. Un talento bien mezclado, unos roles concretos y unas características al servicio del conjunto. Si bien el caudal anotador principalmente brotaba desde el perímetro, eran los interiores, y Prince como perro de presa en primera línea, los que elevaban el nivel defensivo hasta cotas insalvables por los rivales. Con Flip Saunders firmaron en 2006 su mejor balance de siempre en Regular Season y se mantuvieron en la terna de aspirantes varias temporadas más, pero hubo un punto de inflexión cuando, finalizado aquel curso, Ben Wallace se unió a unos jóvenes Bulls.
Ninguna de las partes lo sabía entonces, pero fue el comienzo del fin para ambos casos. Antonio McDyess no resolvía la ecuación, como tampoco se conseguiría la aproximación a la excelencia con el breve paso de Chris Webber o el ímpetu de Jason Maxiell. Por su parte, a Wallace, jugador que siempre dependió de su físico ante la falta de aptitudes y centímetros, los años le fueron privando de frescura y su decadencia fue palpable en Cleveland, penúltimo destino de su carrera antes de regresar a Detroit, su casa, para poner punto y final a una exitoso recorrido por las canchas estadounidenses.
La aventura de Wallace en la NBA tuvo su origen en Washington. Sin haber sido drafteado, marchó a Italia, donde hizo pruebas con el Reggio Calabria. Solo su voluntad y su ética de trabajo le abrieron paso y le permitieron tener sitio en la mejor liga del mundo. Tres años de crecimiento antes de aterrizar en Orlando, donde se asentaría como titular y le serviría de trampolín para arribar, tras solo un año de estancia en Florida, al estado de Michigan, formando parte del traspaso que daba con los huesos de Grant Hill en el equipo de la ciudad de Disney.
En 1999, formando parte de los Magic, Ben da por casualidad con una tienda de coches teledirigidos situada a unos 20 kilómetros de su vivienda. Entabla una amistad con Robbie Michaels, propietario del establecimiento, que ha perdurado hasta hoy. Lo que comenzó con una visita en busca de accesorios para sus vehículos, terminó en conexión humana. Hoy, con residencia en Richmond, aún llama dos veces al mes a Michaels para conocer novedades y hacerle pedidos cuando alguna pieza le interesa. Y es que en la actualidad, en el garaje de su casa, guarda sobre un centenar de coches de control remoto cuyo valor pueden superar, en algunos casos, los mil dólares. Sin embargo, lo más llamativo al respecto es que cada uno de ellos han sido construido o reformado por el propio Wallace. Se trata de una pasión que viene de sus años más tiernos.
Desde su infancia, en el pequeño pueblo de Alabama, White Hall, Wallace se mostró atraído por la mecánica, y adoraba desmontar y montar todo tipo de objetos. Una tarde, con tan solo seis años, Ben, que era el segundo menor de once hermanos, rompió un coche propiedad de uno de sus hermanos mayores. En un hogar humilde, cualquier juguete era un tesoro, así que el miedo se apoderó de él cuando pensó en la reacción de su hermano al descubrir que había estropeado uno de sus más preciados bienes. De modo que se centró en el coche. Visualizó los daños y se puso manos a la obra. Dio con el problema y resolvió el enredo.
Muchos años después, lo que para Wallace era lujo se convertiría en obsesión. Y tras ganar tanto dinero en la NBA, puede entregarse a su hobby. Una vez retirados, los baloncestistas buscan quehaceres dependiendo de sus inquietudes. Es habitual ver a varios de ellos en medios de comunicación o en staffs técnicos. Algunos simplemente disfrutan de otra manera sin cesar en la práctica del deporte. Y luego otros se alejan para dedicarse a sus diferentes pasiones. Ben disfruta trabajando con sus manos en nuevos vehículos para su colección. Y para darle más sentido, lo enfoca como un reto. Según sus propias palabras, se trata de construir algo mejor de lo que ya se ha hecho. Existe una competencia indirecta con los fabricantes, el objetivo es desarrollar algo a su propia manera, con su sello personal.
A Wallace su motivación le nace de ese instinto innato por medir sus cualidades. También fue la clave de su baloncesto. Haber tenido que usar zapatos ortopédicos en su juventud y su escasa estatura no fueron sino otro acicate en pos de un reto: ser alguien en la NBA. Trabajando su defensa con bases desde sus años en Washington, su versatilidad como protector del aro permitió a los Pistons saborear la gloria. Como pívot no sufría cuando en un intercambio quedaba emparejado con un exterior, y una energía asombrosa compensaba duelos a priori desiguales con bestias de más de siete pies. “Shaquille O’Neal era mucho mejor que yo, pero eso no quiere decir que no pudiera darle la vuelta a la situación. Yo salía cada noche a competir”. Su defensa tenía incidencia directa en la de sus compañeros. Chauncey Billups achaca sus dos presencias en los equipos “All-Defensive” a compartir espacio con Wallace. Tayshaun Price va más allá de sus virtudes atrás: “Su capacidad para ayudar al equipo era especial. Y sin ser un gran anotador, era capaz de sumar puntos gracias a su inteligencia”. Buen ejemplo sería justamente el quinto partido de las finales ante Lakers. Con la serie 3-1 a favor, Wallace se fue hasta los 18 puntos (y 22 rebotes), para un +23 con él en pista, cerrando así una eliminatoria que se preveía favorable a los californianos. De modo que no solo se ocupó de contener (en la medida de lo posible) a un Shaquille que se había mostrado como el gran dominador de la competición en los años recientes, sino de aportar allá donde viera necesaria su participación.
La vida de Wallace fuera del profesionalismo no está del todo exenta de baloncesto. En Richmond transmite lo aprendido en el mundo de la canasta a jóvenes que quieren hacerse un camino. Hace años construyó un gimnasio donde poder ejercitarse. “Es una manera de devolver a la comunidad lo que el baloncesto me ha dado”. En mitad de la cancha puede leerse HOMECOURT BIG BEN en letras rojas, y en sus paredes lucen muchos de los logros del jugador. Wallace se deja caer por las instalaciones varias veces por semana, y además de practicar ping-pong o levantar pesas, es común verle manejando alguno de sus coches teledirigidos por los pasillos. En ocasiones se suma a los partidillos, donde su juego no se corresponde con el que desarrolló en la NBA. Allí lanza desde más allá de la línea de tres (en toda su carrera sumó 61 intentos) o en suspensión desde cinco o seis metros, cuando siempre mostró problemas en el tiro (durante su periodo en activo registró un paupérrimo 41% de acierto en libres). “No voy a venir a jugar para capturar rebotes y esas cosas. La forma en la que jugué en la liga respondía a un trabajo. Ahora solo juego al baloncesto. Sin más”.
Pero en el retiro de Wallace no ha sido todo bueno. En 2011 y 2014 fue detenido por cuestiones que tienen que ver con el volante. La primera ocasión por conducción temeraria, momento en el que fue acusado de ir ebrio y llevar un arma, lo que le llevó a cumplir una condena de un año en libertad condicional. La segunda detención se debió por darse a la fuga, antes de que llegase la patrulla, tras un accidente contra un árbol. “Sentí que había decepcionado a mi gente más cercana. Y me hizo recapacitar sobre las privaciones que sufren los presos. Cosas tan sencillas como ir a por agua a la cocina si tienes sed en mitad de la noche”.
Por fortuna, se trata de casos aislados. Crecido en un entorno difícil, un barrio donde las pandillas y las drogas atraparon a muchos jóvenes en sus calles, él se reveló contra todo lo negativo. Ahora disfruta de una vida que un niño de White Hall ni siquiera sueña con tener. Se va a pescar con Dave Robbins, su entrenador en Virginia Union, pasa tiempo ayudando al equipo de baloncesto en el que se formó, ve dibujos animados con sus hijos, o se desplaza con varios amigos a competiciones de carreras de coches de control remoto. “Estoy orgulloso de lo que he hecho. Mi vida podía haber ido en muchas direcciones, pero mirando al pasado, creo que tomé las decisiones correctas”.
El 16 de enero de 2016 los Pistons retiraron su camiseta. El grupo campeón ha mantenido contacto todo este tiempo; “tenemos incluso un chat impulsado por Rasheed”. El vínculo de ese núcleo ya era fuerte cuando años más tarde Chauncey Billups fue traspasado a Denver a cambio de Allen Iverson. Al conocer la noticia, Hamilton se sintió traicionado (acababa de firmar su renovación, algo que aseguró no haber hecho de saber lo que se venía), Prince se fundió en un abrazo eterno con su base, y Ben recibió la primera llamada telefónica por parte de Billups. Esa pandilla estuvo presente el día de los honores.
Ben Wallace había regresado a Detroit en 2009. Ya no era aquel jugador que llegó a ser titular de en un All Star (participaría en cuatro) sin ser drafteado, ni el cuatro veces mejor defensor de la competición (hito solo al alcance de Dikembe Mutombo) o el tipo que formó parte en hasta cinco ocasiones de uno de los quintetos All NBA (tres veces en el segundo y dos en el tercero), lideró la liga en rebotes por partida doble y una vez fue máximo taponador. Su último papel fue el de mentor de jóvenes como Greg Monroe y dar minutos de descanso en su último curso a quienes ahora llevaban el peso de la escuadra en sus espaldas. Y mientras, de paso, iba dejando números para la historia, como superar la cifra de 10.000 rebotes capturados, convertirse en el mayor taponador de siempre de la franquicia, o batir el registro de mayor número de partidos de un jugador no seleccionado en el draft.
Pero el legado de Ben Wallace va más allá de logros. Está en el modo de alcanzar los éxitos. Draymon Green, natural de Michigan, ha confesado sentirse inspirado por lo que Big Ben hizo en la liga. Se da el caso de jóvenes de entonces que querían ser Ben Wallace antes que Michael Jordan, Kobe Bryant o LeBron James. Para todos aquellos cuyo talento tenía un tope, la figura de Wallace era un espejo donde verse reflejados. Poniendo su intensidad al servicio del conjunto, priorizando en la defensa y en tareas menos vistosas pero igualmente necesarias. El legado de Ben Wallace pasa por lograr que otros entiendan que el trabajo duro y el gusto por competir pueden reportar el éxito. Porque la vida es competición. En una cancha de baloncesto o fuera de ella. Yendo a por un rechace o preparando un nuevo coche de juguete. Se trata de ir más allá de tus límites, de demostrarte tan capaz como cualquier otro. Casi con toda seguridad, la siguiente parada para este guerrero de las pistas y artesano de los coches teledirigidos será el Salón de la Fama. Y nadie pondrá un pero llegada su elección. Sencillamente porque Ben Wallace tiene el respeto de todos. Se lo ha ganado a pulso.
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