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Reflejos

Russell más allá de Russell

Hay jugadores que cambian el juego. Pocos son capaces de cambiar algo más importante. Y sin duda, Bill Russell es un de ellos.

La foto de Bill Russell arrodillándose con la Medalla Presidencial de la Libertad, otorgada por Barack Obama en 2011, como muestra de apoyo a los deportistas profesionales estadounidenses que han optado por realizar el mismo gesto mientras suena el himno de su país, no es sino una muestra más de un compromiso con los derechos humanos por parte de la gran leyenda celtic, quien siempre se ha revelado activo en la defensa de los mismos. Lo extraordinario de este caso es, precisamente, que al tratándose del mítico ex-jugador,  no lo es tanto. Quiero decir, lo extraordinario, siendo Bill Russell, es habitual.

Para explicar qué tipo de hombre es Bill Russell recurro al libro “The Crossover: A Brief History of Basketball and Race, from James Naismith to LeBron James”, de Doug Merlino, quien dedica al auténtico Señor de los Anillos (11 como jugador y 2 como entrenador) un capítulo donde pone en relieve la figura de Russell más allá del baloncesto. Una vez releído, podemos dar algunas pinceladas que nos ayudarán a descifrar al mito.

Nacido en West Monroe (1934), Russell vivió en sus carnes una época en la que ser negro limitaba tu progreso. Creció siendo testigo de la segregación racial en el sur del país, cuando un linchamiento en Luisiana, por ejemplo, no era noticia. Los recursos en la familia eran limitados y llegaban a través del padre de Bill, quien trabajaba de sol a sol en una fábrica de papel. Contando el chaval con apenas nueve años, el clan Russell hizo las maletas, justo recién comenzada la Segunda Guerra Mundial, rumbo a los astilleros de Oakland, donde se decía que había trabajo mejor remunerado.

Pese a que Oakland no era el sur, tampoco podía hablarse de entorno idílico. A medida que los inmigrantes negros se movían hacia el oeste de la urbe, los blancos hacían lo propio en otras direcciones, provocando con ello que se mantuviera una línea diferenciadora entre razas. A concluir la guerra, en 1945, el padre de Bill perdió el trabajo en los muelles. El desempleo propició un estancamiento económico global y la tensión racial iba en aumento. Sin ingresos, la familia Russell cayó en la pobreza. Y apenas un año más tarde, la madre de Bill fallecía tras una fugaz enfermedad. La muerte de su progenitora marcó al joven. Desconfiado y tímido, se escondía en la Biblioteca Pública, donde pasaba la mayor parte de su tiempo leyendo.

El baloncesto no fue pieza importante de su vida hasta su último año en la escuela secundaria, momento en el que pegaría un estirón notable, pasando de los 1,78 metros a los 1,96. Su cuerpo aún no está preparado para marcar diferencias, pero su mente iba por delante del resto. Su capacidad de intuición y lectura del juego le daban ventaja. Russell comenzaba a aplicar nuevos recursos en defensa, provocando faltas en ataque constantes y midiendo el timing de salto para taponar tiros rivales. Sus entrenadores, anclados en modelos tradicionales, se mantuvieron contrarios en un principio, pero los registros de Bill fueron una baza demasiado poderosa y acabaron cediendo ante la capacidad del jugador. Un ojeador de la Universidad de San Francisco, que en un principio había acudido a ver a un compañero de Russell, sí que adivinó desde el primer momento que estaba en presencia de un baloncestista con un talento único. Así, le fue concedida una beca para ingresar en el centro. En realidad fue única que le ofrecieron. Bill, en sus memorias, lo recuerda así: “Una escuela pequeña que nadie pudo encontrar. Un tipo alto al que nadie más quería. Para mí se trataba de una belleza extraña. La universidad”.

Para Russell, más allá de la oportunidad de estudiar una carrera, la universidad era además un escenario ideal para escapar de la pobreza, del racismo. Estaba en 1952 y comenzaba a forjar su propio destino. Además, sin que nadie aún lo supiera, el del nuevo baloncesto moderno.

En 1950, Earl Lloyd, Nat Clifton y Chuck Cooper se habían convertido en los primeros jugadores negros de la NBA. Sin embargo, la integración a nivel profesional costosa. No existía un talento que sobresaliese, una verdadera estrella de raza negra. Pero Bill Russell estaba llegando.

En la Universidad de San Francisco nuestro protagonista terminaría de explotar. Cercano ya a los 2,10 metros de altura, su estilo defensivo, agresivo y móvil, y su capacidad para lanzar el contraataque con un primer pase tras rebote, supusieron una revolución en el juego. Alcanzado 1954, Phil Woolpert, entrenador jefe de la universidad, formaba con tres afroamericanos en su quinteto. KC Jones y Hal Perry salían de inicio junto a Russell. Jamás se había visto algo así antes. El equipo, a partir de la defensa de Bill, ganó los campeonatos de 1955 y 1956. Russell terminaría su carrera universitaria con promedios superiores a los 20 puntos y otros tantos rebotes por noche. La estadística referida a los tapones aún no se contabilizaba oficialmente.

Paralelamente a los logros del grupo en la cancha, el equipo se mostraba solidario fuera de ella. Cuando en un torneo de Navidad (1954) disputado en Oklahoma City, se encontraron con que en la ciudad ningún hotel del centro permitía la entrada a los negros, todos decidieron dormir en una misma habitación. Vacía del todo. Juntos. Y cuando el grupo en dicho torneo saltó a la pista, muchos aficionados les lanzaron monedas. Russell, tomándoselo con humor, recogió el dinero y se lo dio a su coach pidiéndole que se lo guardase. Detalles como estos, o más sutiles, como cuando en 1955 (primer campeonato nacional para la USF, siendo elegido Russell en el primer equipo All-American y habiendo sido designado MVP de la Final Four) un blanco fue elegido Jugador del Año en California, dejaban entrever en qué punto estaba la sociedad de entonces. Justamente ante este último hecho, Russell diría que había comprendido que los negros no iban a ser recompensados con premios individuales, por lo que iba a centrarse en ganar con sus equipos.

Vaya que si lo hizo. Como nunca antes nadie pudo. Como jamás se ha vuelto a ver. En trece años en la liga, los Celtics colgaron once banderas de campeón en el Garden. En unos años en los que Wilt Chamberlain (amigo personal, por cierto) estaba llamado a reventar registros, Bill supo cómo minimizarlo en sus duelos directos. Su convicción era absoluta. Ganar cada partido como misión. Y para ello, haciendo lo que necesitasen los suyos.

A comienzos de los años 60 en la NBA ya había un gran número de jugadores negros que, además, eran reconocidos como estrellas. Aparte de los anteriormente mencionados, Oscar Robertson o Elgin Baylor representaban a un colectivo que hasta entonces no había tenido tanta repercusión. “Es la primera vez en cuatro siglos que el negro americano puede crear su propia historia. Ser parte de esto es una de las cosas más significativas que pueden ocurrir”. Palabra de Russell. Estaba llegando la era de los Derechos Civiles.

Aunque no solo el baloncesto era plataforma. Durante los 60 Muhammad Ali se convirtió en un símbolo, tras negarse a entrar en el ejército. Ello le costó tres años y medio de suspensión de licencia como boxeador. Y actos como los de Tommie Smith y John Carlos en los Juegos Olímpicos de México, en 1968, enorgullecían a una raza oprimida históricamente.

El camino de Russell estaba en sintonía. Al llegar a la NBA denunció la limitación de jugadores negros en la competición. Y siguió su curso a medida que pasaban los años.

En 1959, mientras el movimiento de descolonización se expandía por África, viajó a Etiopía, Libia o Liberia. En Etiopía pudo hablar con el emperador Haile Selassie. Pero grabado en su memoria queda un episodio vivido en un aula de Liberia. Cuando un estudiante le preguntó por qué estaba allí, Bill respondió: “Vine aquí porque creo que en algún lugar de este continente está mi hogar ancestral. Vine porque estoy atraído, como cualquier ser humano, por la tierra de mis antepasados”. Los presentes se levantaron y le brindaron una atronadora ovación. Russell no pudo contener las lágrimas. Un hombre que había alcanzado la fama y poseía los medios para poder hacer casi lo que quisiera, se desplazó a África para buscar sus raíces. Se trataba también de un viaje simbólico que casi ningún afroamericano podía permitirse. La búsqueda del comienzo.

En 1961, los Celtics iban a disputar un partido de exhibición en Lexinston, Kentucky. Ante  la negativa de un restaurante a sentarlos, los de Boston boicotearon el encuentro, cuando lo habitual era que los atletas no se manifestaran.

En 1963, tras el asesinato de Medgar Evers (líder activista de Derechos Civiles) en Jackson, Russell voló para dirigir la creación de las primeras canchas integradas de baloncesto de la ciudad.

Pero la personalidad de Russell era un tanto áspera. Recuerdo leer en “101 historias de la NBA”, de Gonzalo Vázquez una anécdota de su primer año en Boston. A la salida del Garden, un aficionado detuvo a Red Auerbach, quien caminaba a su lado para solicitarle un autógrafo. Tras no prestarle demasiada atención a Russell, finalmente se dirigió también a él: “Aquí. Tú también”. La respuesta fue contundente: “¡Una mierda! ¡A mí no me hables así! ¿Te enteras?”. Y se alejó del técnico y el seguidor celtic. Bill Russell era franco y reflexivo, pero también intransigente. Pensaba que no debía nada a los aficionados y jamás ocultó su creencia de que Boston rebosaba fanatismo. La realidad es que sus ideas eran fundadas: un día, alguien entró en su casa, pintando las paredes con frases racistas y defecando en su cama.

En 1966, Auerbach se hizo a un lado. O mejor dicho, se hizo arriba. Ocupó un despacho y Russell se convirtió entonces en el primer head coach negro de la liga. A finales de los 60 aumentaron los disturbios en las grandes urbes norteamericanas. La guerra de Vietnam, los asesinatos de Bobby Kennedy y Martin Luther King, Jr. le hicieron valorar si el baloncesto era acaso más importante que todas aquellas cuestiones que tenían que ver con su comunidad y lo que venía a ser su implicación para con la misma. “Hacemos héroes a atletas por golpear o coger una pelota. Los únicos atletas a los que debemos calificar así son aquellos como Muhammad Ali, a quienes podemos admirar por cómo son realmente, más allá de sus habilidades técnicas deportivas”.

En 1969, Bill Russell ganaría su último título con los Celtics, de la mano de Sam Jones y Havlicek, tras una dura serie de siete partidos ante los Lakers de Chamberlain, Baylor y West. Concluido el último duelo, Russell se marchó, manteniéndose alejado de Boston durante décadas. Para entonces el baloncesto profesional había evolucionado y la NBA estaba compuesta mayoritariamente por jugadores negros. Russell también se había transformado, en un trayecto que le llevó desde la pobreza rural en Luisiana hasta ser el mayor coleccionista de trofeos de la historia de este deporte.

Cuando Bill Russell comenzó a jugar al baloncesto, los negros estaban en las sombras. Cuando lo dejó, estos brillaban, por fin, con luz propia. Russell fue, es y será baloncesto. Pero Russell es, fue y será mucho más. Un ejemplo de compromiso. Un ejemplo de dignidad. Un ejemplo en sí mismo.

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