Ardua tarea la de enfrentarte al ocaso. Con ocho segundos todavía por jugarse, saludas a tus compañeros de guerra y decides marcharte de allí con la cabeza gacha. Has sangrado por ellos, y ellos lo han hecho por ti. Enfrente, tú rival. Aquel a quien has doblegado en batallas anteriores por fin se ha impuesto. No se puede posponer eternamente lo irremediable: Michael Jordan había ganado a Isiah Thomas, y los Bad Boys y sus Jordan Rules eran historia. El fin de una era que dio razón de ser a tus días durante el último lustro. Años en los que tiranizaste la liga a base de talento y dureza a partes iguales. Sabes que siempre te odiarán, pero para quien viene de lo más profundo del infierno esa es una penitencia llevadera.
La vida no es sencilla en el West Side de Chicago, donde la pobreza impregna cada rincón de la calle. Un 30 de abril de 1961 vino al mundo un retoño que años más tarde acapararía la ira de aquella ciudad, bajo el nombre de Isiah Lord Thomas III. Su madre, Mary, dirigía el centro juvenil de la Iglesia Católica ‘Nuestra Señora de los Dolores’. Se trataba del menor de siete hermanos y dos hermanas, por lo que siempre lo apodaron “Junior”. Se portaba bien, pero su progenitora confesó que al ser el más joven, lo crió de manera diferente al resto. Era el “malcriado” de la casa. Siempre con esa cara de angelito que no ha roto un plato.
El día a día en aquella morada no distaba mucho de lo que veían en el vecindario. Su padre, Isiah II, trabajaba en International Harvester, donde se convirtió en el primer supervisor afroamericano de la compañía. Desde de bien jóvenes, empujó a sus hijos a leer y les impidió ver otra cosa que no fuera televisión educativa; debían mantenerse unidos y protegerse los unos a los otros. No obstante, la economía golpeó de lleno a la empresa, obligando a cerrar la planta. Isiah II solo pudo encontrar trabajo como conserje, derivando en una depresión que provocó fricciones en el seno de la familia. En palabras de su hijo menor, se trataba de un hombre frustrado, ya que consideraba que su inteligencia estaba desaprovechada. En varias ocasiones, pagó los platos rotos con los de casa, de modo que Mary y él no tuvieron más remedio que separarse.
Ella, que se había quedado sola ante el peligro, luchó por mantener a flote a la familia Thomas. Tendría que proteger a sus hijos, y no permitiría que las bandas callejeras los reclutasen para sus fechorías. Se cuenta que incluso amenazó con una escopeta a varios jóvenes cuando se enteró de que trataban de seducir a alguno de sus vástagos. Su fuerza y coraje bien merecieron el documental producido en 1989, A Mother’s Courage: The Mary Thomas Story.
A menudo la nevera de casa estaba vacía, de modo que los hermanos estaban obligados a buscar comida en las calles. El pequeño Isiah se paseaba por ahí con el estómago vacío, en busca de algunas monedas que pudiesen calmar aquel tormento. De vez en cuando, si recogía envolturas de comida rápida del suelo miraba si conservaban algún trozo de queso dentro. Asimismo, se sentaba en la acera a la espera de que algún transeúnte se dignase a dejarle que limpiara sus zapatos. Después, tras una dura jornada vagando como un alma en pena, trataba de regresar al hogar sin que le robasen lo cosechado aquel día.
Lejos de los sueños de las grandes figuras norteamericanas, el suyo siempre fue una nevera llena de víveres. Nada de trofeos en una cancha de baloncesto, como tantos afirmarían a día de hoy. Asados, pollo, espaguetis y filetes. No pedía más. Por suerte, entre tanta miseria irrumpió una vía de escape. Aquel niño que se paseaba por el corazón de Chicago con el estómago vacío seguía a su hermano mayor, Larry, cuando este jugaba a baloncesto en la Catholic Youth Organization. Durante los descansos de aquellos partidos, un churumbel de tres años que apenas levantaba cuatro palmos del suelo saltaba a la cancha. Iba enfundado en una camiseta que le quedaba como una tienda de campaña, pero no le importaba. Ante la curiosa mirada de los congregados, Isiah trataba de imitar los movimientos de su consanguíneo con el balón. Si bien el buche de Thomas estuvo huérfano de alimentación, no así sus habilidades con la pelota.
Pasaba la mayor parte de su tiempo libre en Gladys Park, cerca de la Interestatal 290. Ira Berkow, columnista de The New York Times, comparó las aptitudes baloncestísticas de aquel chaval con las de Mozart para la música: “A los tres años, Amadeus estaba componiendo en un clavecín; a los tres, Thomas podía driblar y tirar a canasta”. Pese a la extrema pobreza que arrastraba, Isiah recuerda con cariño aquellos días sobre el calor de la piedra. Si vas a cualquier parte del West Side y dices que te encuentren “en la cancha”, allí que irá alguien a tratar de patearte el culo. El lugar donde aprendió a jugar. “Siempre hay algún partido allí. A cualquier hora. Mis hermanos y yo solíamos ir con palas de nieve en invierno para poder jugar», se sincera Zeke. Siguiendo la estela de Lord Henry, otro de sus hermanos y una de las estrellas del vecindario, pudo abstraerse del hambre, la violencia y los peligros que lo corroían fuera de la pista.
Fue a la edad de doce años cuando las pandillas callejeras comenzaron a cobrar mayor presencia a su alrededor, sucumbiendo algunos de sus hermanos al atractivo de las drogas y el crimen. Visto lo que podía venírsele encima, Mary decidió trasladar a la familia a Menard Avenue. Sin embargo, los problemas no cesaron para los Thomas, que sufría los duros inviernos de la ciudad. Rara vez tenían calor en casa; había un horno de petróleo, pero no tenían dinero para utilizarlo; estaban forzados a dormir con la ropa puesta para no morir de hipotermia. Esos fueron los momentos más duros en la vida de Isiah Thomas. Los instantes que moldearon a un adolescente para transformarlo en un hombre prematuro. La situación llegó a tal punto de desesperación, que en las coyunturas más complicadas estuvo tentado de recurrir al narcotráfico para traer algo dinero a casa. Pese a la miseria que lo asolaba, sus talentos lo llevaron por otros derroteros.
Con el tiempo, se fue percatando de que sus habilidades podían suponer la salvación para la familia. Una forma de sacar a su madre y sus hermanos de la pobreza extrema y llevarlos a un vecindario más seguro. Aquella era la gran esperanza del clan Thomas, que había estado esperando una oportunidad. Su hermano Larry había sido invitado a probar con los Chicago Bulls, pero perdió la oportunidad tras torcerse el tobillo. Lord Henry, por su parte, echó su potencial a perder por culpa de las drogas. La inmortalidad estaba reservada para otro: el menor de todos. El “malcriado” y sobreprotegido Isiah. Larry lo sabía. Había que estar ciego para no ver que ese niño dominaba el balón con un arte especial. Si había que fiarlo todo a Isiah, sería él quien se encargarse de llevarlo a diario a las canchas.
Cuando se encontraba cursando octavo grado, con trece años, su superioridad era tal que captó la atención del entrenador Gene Pingatore, reconocido en el área de Chicago. Fue Gene quien obtuvo ayudas económicas para que Thomas asistiera al instituto St. Joseph, donde jugaría a sus órdenes. El traslado a la escuela suburbana de chicos, casi todos blancos, no fue fácil. Isiah llegó allí con una jerga callejera que rechinaba en los oídos de sus compañeros, de familias mucho más pudientes que la suya. El hecho de aterrizar allí fue una prueba en sí misma. Para llegar a la escuela en Westchester, Isiah se despertaba todos los días a las cinco y media de la madrugada para coger un autobús. Tras un viaje de hora y media, se daba un paseo hasta llegar a la puerta del colegio. Llegaba a casa mucho después del anochecer, pero sabía perfectamente que el sacrificio valía la pena si lo utilizaba como escaparate para mostrar sus habilidades.
Una vez allí, no hubo vuelta atrás. En sus temporadas junior y senior, llevó a los St. Joseph Chargers a un récord de 57-5, con promedios de anotación cercanos a los cuarenta puntos por noche. En su tercer año, llevó al instituto al segundo puesto en el torneo estatal de Illinois. Ya estaban en el mapa y Thomas era uno de los prospectos más codiciados de la nación. A pesar de sus logros, la mayoría de entrenadores en el área de Chicago lo consideraban demasiado pequeño para tener impacto real en el juego. Circunstancia que no evitó que más de 100 universidades tratasen de hacerse con sus servicios, con la Universidad de Indiana como gran afortunada.
Había escapado del gueto, labrándose su propio camino. Tras dos años en los Hoosiers, campeonato de la NCAA incluido, llegó el salto a la NBA. El resto es de sobra conocido: dos veces campeón, doce veces All-Star y un largo etcétera que en ocasiones parece haber caído en el, siempre injusto, olvido deportivo. Eternamente repudiado, tras aquella alegre sonrisa se escondía una dureza interior que lo convirtió en uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, poniendo en jaque los reinados de Magic Johnson y Michael Jordan. Al igual que muchos de sus compañeros, era temperamental y no tenía miedo al contacto físico más extremo. A menudo jugó con lesiones, en pos de la victoria de los suyos.
Aquel trayecto le llevó a cruzarse nuevamente con “la ciudad del viento”. Los Detroit Pistons, bajo su indiscutible mando, eliminaron durante tres años consecutivos a los Bulls de Michael Jordan, siendo Isiah el jugador odiado por antonomasia en el extinto Chicago Stadium. Los de MJ vengaron sus derrotas en 1991, pero la herida aún perdura. El daño de Isiah Thomas, enemigo público en la urbe que lo vio crecer, jamás sanará. El asesino con cara de niño.
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