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Costa a costa

Los (felices) jugadores que una vez fuimos

La adultez arrolla nuestros recuerdos como una enorme apisonadora de sueños. Es mandatorio, por tanto, recordar que hubo un tiempo en el que el baloncesto lo era (casi) todo para nosotros.

envato

La hora del recreo, en un contexto como el de una escuela de primaria pública española cualquiera de principios de los 2000, solía ser sinónimo de fútbol. Pista dura, con las líneas desdibujadas y algún que otro bache potencialmente lesivo. Los dos compañeros más avezados sorteaban la primera elección de aquellos disponibles (como digo, casi todos los de la clase) e iban conformando ambos equipos. Los más desgraciados jugadores, como era mi caso, solíamos acostumbrarnos a la larga espera que caracteriza a los patanes que ningún equipo quiere en sus filas. De hecho, a menudo quedábamos relegados a la portería. Siempre a merced de los trallazos con mala baba de los delanteros rivales. En cualquier caso, ya fuera por parar el balón o la molestia de ir a recogerlo cuando nos marcaban gol, nos hacíamos a tratar el balón con las manos.

De Pascuas a Ramos se avistaba alguna una pelota naranja que botaba más de lo normal dentro del gimnasio del profesor/a de Educación Física. Una o dos clases por curso nos obligaban a jugar a baloncesto como parte del plan educativo. Enseñaban los tipos de pases básicos: al pecho, picado y de béisbol (con este siempre colaba la pelota algún iluminado con exceso de fuerza y falta de civismo). Después, un par de tiros que no tocaban aro, y, por último, un partidillo sin más objetivo que el caos y que los chavales nos moviéramos un poco por la pista.

La inmensa mayoría del alumnado, como nos ocurría a nosotros cuando hacíamos esto con cualquier otro deporte, quería terminar la clase e irse a volver a practicar el noble arte del balompié. Sin embargo, similar al momento en el que escuchas una canción por primera vez y te cosquillea el cerebro sin saber muy bien el motivo, el baloncesto nos sedujo un poco más. Con el paso del tiempo, y un conocimiento más profundo del apartado biomecánico de este deporte, podemos racionalizar que debido a la fluidez de movimiento con las piernas que fuerza la regla de los pasos. Puede que el estilizado uso de las extremidades superiores e inferiores resulte muy satisfactorio. Quizás desafiar a la gravedad con cada bote del balón. Pero no eran esas las razones. No todas, al menos. Una mezcla de rebeldía y hartazgo ante el deporte rey se añadía al mejunje. La necesidad de diferenciarse del común denominador. Bendita estulticia.

El siguiente paso era el lógico y deseable: insistir ante las figuras paternas la imperiosa necesidad de apuntarse al club del colegio. Siempre contando con pocos recursos, el entrenador o entrenadora era, por lo general, un familiar directo de uno de los niños. Esto acarreaba una continua sospecha sobre una inclinación favorable hacia su vástago. En mi caso, por poner un ejemplo poco paradigmático, mi padre era el entrenador. Y como única solución para evitar la mirada reprochable del resto de padres, el mío tomó no una salida, sino un cambio de sentido. Así es como me convertí por primera vez (de muchas) en el jugador menos utilizado, quitando las telarañas del banquillo debido al qué dirán. El favoritismo inverso. Este relato no trata dicha temática, pero se podrían enumerar los cientos de maldades que se encuentran por parte de los competitivos parientes en estas categorías benjamines y alevines.

Similar al momento en el que escuchas una canción por primera vez y te cosquillea el cerebro sin saber muy bien el motivo, el baloncesto nos sedujo un poco más.

Jugar con nuestros compañeros de clase era divertido. Puede sonar naíf, pero conforme las categorías y los años se sucedían, el sentimiento de jugar por diversión se diluía como homeopatía. No obstante, la competitividad que aparecía a partir de infantiles nos generaba otros valores y emociones igual de importantes para nuestro desarrollo como personas. Ya en el instituto, recuerdo esperar cada tarde de entrenamiento a que llegara la hora de ir al pabellón. El momento de enfrentarme a mis compañeros de equipo por ver quién se hacía con el puesto de titular el siguiente partido. Esa concentración que provocaba el total desvanecimiento del resto del mundo hostil (ansiedad por un examen, una discusión con la novieta, problemas familiares). Esas dos horas de entrenamiento te arreglaban el humor. También, cómo no, las coñas en los vestuarios. Que nos llamaran la atención por agotar el agua caliente de todo el pabellón por las largas duchas que nos pegábamos a costa del contribuyente. Entrenar en unas pistas al aire libre a dos grados bajo cero. Desplazarse (en varios coches de los padres) a otra cancha para los partidos de visitantes y correr aventuras por los alrededores. Esos domingos por la mañana de resaca en la carretera destino al pueblo más fantasmagórico imaginable.

La infraestructura de las Federaciones Regionales en nuestro país es otro tema demasiado amplio. Por ejemplo, para muchas los árbitros de las categorías no Senior bien podían provenir de otros deportes. Atesoro el recuerdo de la vez que perdimos un partido en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme debido a una regla que nos era ajena. Que nos descolocó. El marcador se encontraba muy apretado a nuestro favor, por lo que decidimos alargar las posesiones hasta casi agotar los 24 segundos. Cuál fue nuestra sorpresa que el árbitro nos sancionó con “Juego Pasivo”, una regla del balonmano que evita que se pierda tiempo. Con la simple diferencia de que en balonmano no existe reloj de posesión.

Estas situaciones no solo ocurrían con los árbitros de bajo rango. Cierto presidente de Federación también se dedicaba a arbitrar (y a otras actividades más fraudulentas). No os miento cuando os cuento que, en un partido decisivo en el que nos jugábamos el pase a los cruces finales, me dispuse a lanzar un triple liberado que nos daba la victoria, y, el susodicho, corriendo como alma que lleva el diablo, se colocó delante de mí para estorbarme. Fallé. Y algunas de las acciones más sonadas de Draymond Green se quedan cortas para mi reacción en ese instante. Cosas del baloncesto formativo no profesionalizado.

Pero volvamos a las notas positivas. Echamos de menos esas pretemporadas de llegar con varios kilos de más y sufrir en las pistas de atletismo (esto quizás es una mala pasada que nos juega el cerebro). La complicidad inherente del grupo al realizar el grito de guerra prepartido. Incluso la frustración de sentirnos preparados para tener un rol importante, pero ser relegados al banquillo. O lesionarnos. El coraje de animar a los compañeros a pesar de nuestra frustración interna. La euforia de una victoria en el último suspiro y la decepción compartida de ser vencidos por treinta puntos. Los entrenamientos de seis jugadores porque se acercaban los exámenes finales. Las cenas de equipo de mitad y final de temporada. Los partidos en los que nos sentíamos insuperables, aquellos del Flow. Otros los que no entraba nada, ni una triste bandeja en solitario.

Por otro lado, estamos perdiendo de vista al otro agente imprescindible de todo este tinglado de nostalgia. Un enorme aplauso desde aquí a vosotros, entrenadores/as, que os habéis desvivido por todos los chavales a cambio de dos duros. No me refiero a los de grandes clubes y ciudades, que también, sino a los de equipos modestos, de lo rural, de la insignificancia poblacional. Que soportáis adolescentes descarriados, afanosos y ruidosos a cambio de prácticamente nada (aunque me consta que también os lo pasáis bien, aunque a veces no queráis reconocerlo). No figura en ningún documento, pero vuestra labor es imprescindible y de un valor incalculable. Personas de compromiso y club. Seres humanos anónimos, como Álex, que se encargan a diario de educar a generaciones de jugadores y que proponen valores solidarios, de juego en equipo dentro y fuera de la cancha. Porque como una vez lo fuisteis con el balón en las manos, lo volveréis a ser con la pizarra. Como diría Kevin Durant: vosotros sois los verdaderos MVPs.

Jugar con nuestros compañeros de clase era divertido. Puede sonar naíf, pero conforme las categorías y los años se sucedían, el sentimiento de jugar por diversión se diluía como homeopatía

Por último, mi alegato final se refiere a todos aquellos que echamos de menos todo esto que el tiempo y no ser suficientemente buenos para ser profesionales nos quitó. Estamos hechos polvo, el estudio o el trabajo (o las dos a la vez) nos ha absorbido el alma. Intentamos volver sentimentalmente a través de seguir NBA, ACB o Euroliga, pero no es lo mismo. El cuerpo no nos da ni para una pachanga, y si lo intentamos corremos un grave peligro de lesión. A todos nosotros a los que el mero hecho de pensar en correr un contraataque ya nos cansa, nos insto a recordar que una vez fuimos felices en la pista. Y que se puede replicar en otras áreas. Las asistencias, los rebotes y los cambios no sólo suceden en el baloncesto. Y el sentimiento de compañerismo está ahí, a nuestro alrededor. Apliquemos lo aprendido y no dejemos que aquella etapa tan bonita se quede en agua de borrajas.

Dedicado a Álex Beamud. Varias generaciones de jugadores alcazareños te llevan en el corazón.

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