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Costa a costa

Ha nacido una estrella: Reggie Miller en el March Madness de 1987

March Madness de 1987, una joven estrella está a punto de hacer su presentación a nivel Mundial. Reggie Miller, un delgadísimo escolta de UCLA, brilló como nunca lo había hecho hasta entonces.

Reggie Miller en UCLA
Reggie Miller en UCLA

Marzo es el gran mes del baloncesto universitario, la época del año en la que se logran las mayores gestas que todos tenemos presentes en nuestro imaginario. “Cenicientas” que alcanzan cotas de éxito impensables, canastas sobre la bocina que aumentan la épica que ya de por sí conlleva una victoria en el campeonato nacional, actuaciones individuales prodigiosas que elevan a los altares a sus protagonistas. Una de las grandes historias la protagonizó un espigado alero de la universidad de UCLA de nombre Reggie Miller. Merece la pena recordarla.

Era un sábado, 28 de febrero de 1987, año no bisiesto. A los albores del esperado mes de marzo, los aficionados al baloncesto fueron testigos de una actuación para la posteridad. En el Pauley Pavilion de Los Ángeles el equipo local de la universidad de UCLA se enfrentaba a Louisville, vigentes campeones, en un emocionante encuentro que quedaría grabado en la memoria de todos los presentes. Los Cardinals no parecían capaces de emular el enorme éxito de la campaña anterior, aunque presentaban un buen equipo en el que destacaba Herbert Crook, pero también jugadores más recordados hoy en día como el entonces “sophomore” Pervis Ellison, el “freshman” Felton Spencer o Kenny Payne, el actual entrenador de Louisville. No era el mejor momento deportivo de aquel conjunto, pero tampoco había ninguna duda de que iban a ser un rival formidable y, sobre todo, muy difícil de doblegar.

El equipo local presentaba un plantel talentoso, con futuros jugadores de la NBA como Pooh Richardson, Trevor Wilson, Jack Haley o Greg Foster. También Dave Immel o Montel Hatcher, quienes no tuvieron un futuro profesional en aquella liga, tenían gran relevancia en los Bruins de esa temporada. Pero por encima de todos ellos brillaba con un fulgor especial el senior Reggie Miller, gran estrella en ciernes, que lideraba en anotación ese equipo y era la piedra sobre la que se cimentaban todas las aspiraciones de UCLA. En el banquillo, otra leyenda local, Walt Hazzard, campeón como jugador en 1964 en uno de los equipos míticos que dirigió el inmortal John Wooden.

Desde el momento en que el balón se elevó en el aire, Reggie Miller, la estrella de UCLA, estaba decidido a dejar su marca en la historia del partido. Se notaba que la motivación corría por todos sus poros, aunque la primera mitad del partido la cerró con 9 puntos en su haber y sin demostrar toda la calidad que atesoraba. A pesar de no estar realizando un partido deslumbrante, sí dejaba muestras puntuales de su talento. Con cada dribbling y cada lanzamiento, Miller demostraba una destreza incomparable y una determinación indomable.

El partido fue una batalla épica desde el principio hasta el final. Louisville, un equipo formidable por derecho propio, no se rendía fácilmente. Sin embargo, tras volver de vestuarios para afrontar la segunda mitad del encuentro, Miller parecía poseído por una fuerza sobrenatural. En ese periodo Reggie Miller emergió como un titán entre mortales, un coloso cuyo fuego ardiente encendió la cancha del Pauley Pavilion con una intensidad sin igual. Con cada paso su determinación era palpable, su mirada fija en el aro como si fuera el único destino posible. El reloj marcaba el desarrollo del choque y Miller tomó el control del juego con una ferocidad desbordante. Cada posesión era una oportunidad para brillar, y él no defraudaba. Con movimientos ágiles y un dominio magistral del balón desafiaba a la defensa rival con una confianza que inspiraba asombro.

Su habilidad para encontrar espacios en la defensa contraria era inigualable. Como un cazador en busca de su presa, Miller se movía con astucia por la cancha, esperando el momento perfecto para lanzar su ataque. Y cuando llegaba el momento, no vacilaba. Con un lanzamiento suave y preciso, el balón encontraba su destino una y otra vez. Cada canasta era como una nota en una sinfonía épica, una melodía de triunfo que resonaba en los corazones de los espectadores. Los gritos de júbilo llenaban el aire, mientras Miller continuaba su marcha triunfal hacia la inmortalidad deportiva.

Pero más allá de los puntos que acumulaba en el marcador, era la pasión que Miller transmitía lo que realmente cautivaba al público. Cada vez que tomaba el balón, parecía estar poseído por una fuerza sobrenatural, una determinación inquebrantable que lo llevaba a superar cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Ya fuera desde la línea de tres puntos o penetrando hacia el aro, el juego de Miller era una sonata de movimiento y maestría. A medida que el reloj avanzaba, la tensión en el pabellón angelina era palpable. Los aficionados estaban al borde de sus asientos, maravillados por el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos. Pero para Miller, el ruido del público se desvanecía en el fondo. Estaba inmerso en el momento, en su misión de llevar a su equipo hacia la victoria.

Y así lo hizo. Con cada canasta, Miller elevaba el nivel de su juego y el de su equipo. Su actuación no solo fue una exhibición de talento individual, sino también un acto de liderazgo inspirador. Sus compañeros de equipo se alimentaban de su energía, elevando su propio juego para acompañar el ritmo vertiginoso impuesto por Miller. Minuto tras minuto, Reggie Miller escribía su propia leyenda en las páginas del baloncesto universitario. Con 33 puntos en una segunda mitad casi perfecta, elevó su juego a nuevas alturas y llevó a su equipo hacia la victoria con una actuación que quedará grabada en la memoria de todos los que tuvieron el privilegio de presenciarla. Esa noche, en el Pauley Pavilion, Reggie Miller demostró al mundo lo que significa ser verdaderamente grande en el deporte.

Cuando el silbato finalmente sonó, el “box score” reveló la magnitud de la hazaña de Miller: 42 puntos totales, 33 de ellos en una segunda mitad antológica. Una cifra impresionante que reflejaba la grandeza de su actuación. Pero más allá de los números, fue la pasión y la determinación que Miller exhibió en cada minuto del juego lo que dejó una impresión indeleble en la mente de todos los presentes. El resultado final, 99 – 86 a favor de UCLA, quedaba eclipsado por la descomunal actuación del alero. Todos eran conscientes de que al día siguiente no se iba a hablar del marcador, sino de uno de los mejores partidos de un jugador llamado a marcar una época en el mundo del baloncesto.

En los anales del baloncesto universitario, el nombre de Reggie Miller brilla con luz propia. Su actuación épica contra Louisville en aquel lejano febrero de 1987 perdurará como un testimonio eterno de su grandeza en la cancha. Y aunque los años puedan pasar y los recuerdos se desvanezcan, la leyenda de Reggie Miller seguirá viva en el corazón de todos los que tuvieron el privilegio de presenciar su magia sobre el legendario parqué del Pauley Pavilion.

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