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Costa a costa

Bormio 1987, cuando la pantera rosa se presentó al mundo

Viajamos al mítico torneo junior de Bormio 1987, una cita que serviría para dar a conocer a un genio atemporal.

Durante el verano de 1987 aún estaban frescos en la retina de los aficionados al baloncesto dos espectáculos que se habían producido tan solo unas semanas antes. Uno venía de aquella aún lejana NBA, en uno de los imborrables capítulos protagonizados por Lakers y Celtics a lo largo de la década de los 80. El otro había llegado desde Atenas, donde Nikos Gallis había actuado como héroe para guiar a su país a lo más alto del Olimpo europeo, convirtiéndose desde entonces en leyenda. Para el mes de agosto, otra leyenda estaba a punto de emerger, aunque pocos podían vaticinarlo. La leyenda de una generación que dominaría el mundo del baloncesto durante los siguientes años de manera incontestable, guiados por un espigado chico, imberbe y con cara de niño.

En un principio, el escenario no tenía pinta de que allí fuese a ocurrir algo que permanecería en la memoria de los que lo vieron durante décadas. La pequeña ciudad de Bormio, en plena Lombardia italiana, era la elegida para albergar la tercera edición del Mundial Júnior de baloncesto, un Mundial que se tuvo que retrasar debido a una serie de inundaciones y corrimientos de tierra que asolaron la zona en esas fechas. Con apenas 4.000 habitantes, con un pabellón de escasa capacidad y con una cobertura mediática reducida a la televisión italiana, no parecía el lugar ideal para el nacimiento de una leyenda. Pero escuchando al comentarista italiano decir cada dos por tres “¡Mamma mia!” o “¡es una cosa fuera de lo normal!”, en verdad si estaba sucediendo aquel bautizo.

Desde 1980, cuando Yugoslavia consiguió alzarse con el oro olímpico en Moscú, la selección absoluta no había logrado encaramarse al escalón más alto de ninguna competición continental, mundial u olímpica. En ese período de siete años habían logrado una plata en el Eurobasket de 1981 y tres bronces (dos mundiales y uno olímpico), pero el metal más preciado se les seguía resistiendo, a pesar de seguir contando con jugadores como Dalipagic o Kikanovic que enlazaban con la nueva generación encabezada por Drazen Petrovic. Desde 1984 la Federación Yugoslava se puso manos a la obra en el intento de devolver al país al dominio que ejerció durante la década de los 70, diseñando un plan minucioso de trabajo con la nueva camada de jugadores surgidos en los diferentes clubes nacionales, especialmente los nacidos en 1967 y 1968.

Al frente de todo ello la figura de Svetislav Pesic, quien había conseguido ser campeón de Liga y Copa con el Bosna Sarajevo. El proyecto consistía en el trabajo conjunto con personajes importantes dentro de la estructura del baloncesto yugoslavo para dar forma a los jóvenes productos que iban apareciendo cada año. En ellos veían unas grandes posibilidades en virtud de su talento y en un futuro a corto plazo, enlazando con la generación vigente, podrían estar dispuestos a alcanzar la victoria en cualquier competición, como así sería.

Así, durante cuatro años, los mayores talentos del país se reunirían en concentraciones periódicas para desarrollar todo su potencial bajo el riguroso yugo de Pesic. Durante esos años disputarían partidos amistosos contra equipos tan importantes en el país como el Sibenka o el Bosna, o contra selecciones absolutas como Bulgaria, Turquía o Checoslovaquia. Y el conjunto iría tomando forma en el Torneo Junior de Mannheim´85, donde fueron plata, en el Europeo Cadete de Rouseé ese mismo año (oro) y el Europeo Júnior de Gmunden´86 (oro).

De aquellas reuniones de tecnificación, de aquellos entrenamientos y partidos amistosos quedarán para el recuerdo los eternos viajes a la escalera del trampolín olímpico del Monte Igman, en pleno centro de Bosnia-Herzegovina. Cada mañana al amanecer, Pesic los mandaba subir tres veces los 300 escalones hasta la cima, la última de ellas sin posibilidad de detenerse para respirar. Aparte de formarse técnica y físicamente, aquellas concentraciones también servían para estrechar la amistad de aquel grupo de jóvenes adolescentes, quienes sudaron y rieron mientras aprendían el precio de la victoria. Encerrados en el hotel, las trastadas llegaban en el momento en que Pesic y sus ayudantes se marchaban a la cama. Croatas, bosnios, serbios o eslovenos hacían cosas propias de su edad, partidas de cartas clandestinas, desvalijar la despensa, hacerse divertidos cortes de pelo o quedarse despiertos de madrugada para ver partidos de sus ídolos en la NBA. Fuera, únicamente había nieve, lobos y frío.

Así, para agosto de 1987 aquel grupo de jugadores en su mayoría ya llevaba varios años jugando juntos. La base estaba formada por Vlade Divac, Dino Radja, Aleksandar Djordjevic y Toni Kukoc, quienes ya habían formado parte de la selección absoluta unas semanas atrás en el Eurobasket (Divac ya lo había hecho en el Mundial de 1986). A ellos había que sumar a grandes anotadores como Nebojsa Ilic o Radenko Dobras y a dos jugadores que en aquel momento estaban compitiendo en el baloncesto universitario estadounidense, Luka Pavicevic y Miroslav Pecarski. El objetivo, desbancar a EE.UU como el dominador de una competición que le había visto triunfar en las dos ediciones anteriores de 1983 y 1985. Y es que la selección estadounidense seguía postulándose como la principal favorita para aquel campeonato, bajo la dirección de Larry Brown y contando con jugadores del nivel de Gary Payton, Larry Johnson, Stacey Augmon o Lionel Simmons.

Encuadrados en el mismo grupo junto a Australia, China, Nigeria y Puerto Rico, la trayectoria de ambas había sido plácida hasta la cuarta jornada de competición, día en que se tenían que enfrentar entre ambas. En esa fecha, 1 de agosto de 1987, Toni Kukoc se presentó al mundo como el prototipo del futuro jugador, capaz de jugar en todas las posiciones. Su tarjeta de presentación fueron 37 puntos, incluyendo una descomunal serie de 11 de 12 en lanzamientos triples con los pies parados, tras dribbling, llegando en contraataque, con el defensor encima, como le diese la gana. “ Nunca jamás en mi carrera me he acercado a esos números. Lo máximo en un partido mío han sido 5 ó 6 triples, pero ese día todo fue sobre ruedas. Me sentí muy a gusto. Cuando mis dos primeros tiros entraron subió mi confianza y no paré hasta el final. Teníamos un gran equipo, en todas las posiciones pero ni siquiera nosotros sabíamos cuál era nuestro límite. No teníamos ni idea de dónde podíamos llegar”.

Siendo ya importante en la Jugoplastika, Kukoc era lo más alejado posible al patrón de jugador convencional de aquella época. Su extremada delgadez, su altura y el ser zurdo le alejaban de ese cánon. Sin embargo podía ejercer de base en muchos momentos por su visión de juego y su rapidez para penetrar, alejar a los pívots rivales de la zona debido a su gran tiro exterior, jugar como cuatro de espaldas al aro o taponar con su envergadura los lanzamientos de sus oponentes. El prototipo de jugador del siglo XXI llegó con una década de antelación.

El campeonato siguió y ambas selecciones se volvieron a encontrar en la gran Final después de deshacerse de la Alemania de Harnish y la Italia de Gentile en semifinales. La confianza en los plavi después de haber derrotado a EE.UU en la fase previa por 110-95 era tal, que en la madrugada previa a la Final se escaparon del hotel donde se alojaban para ir a jugar en columpios y lanzarse por los toboganes helados de un parque  céntrico de Bormio. Tan seguros estaban de su potencial que no pensaban ni por asomo en la derrota. Pero llegado el partido nada iba a ser sencillo. Con la defensa estadounidense anulando bien a Kukoc y Divac y Radja con tres faltas cada uno, Yugoslavia caía 43-40 en el descanso. Todos aquellos años de duro trabajo estaban a 20 minutos de irse por el desagüe.

En aquel vestuario, entrenador y jugadores se conjuraron para que aquello no sucediese y, en palabras de Teoman Alibegovic “ salimos de los vestuarios como perros que no hubiesen comido en días”. Con Kukoc aún maniatado serían Divac y Radja, compañeros de habitación, quienes darían la vuelta al marcador, combinando 41 puntos y 25 rebotes para la victoria por 86-76. El sueño por el que habían sudado durante los años precedentes  se había cumplido, dejando bien claro que el relevo generacional había aterrizado. Fueron, posiblemente, el mejor equipo júnior que haya existido jamás.

Y es que, desde aquella fecha, el baloncesto balcánico pasó a ser el gran dominador durante los siguientes años, en un período de esplendor y hegemonía completamente opuesto a lo que políticamente estaba sucediendo en el país, el cual se desmembraba a pasos agigantados para dar origen a un conflicto bélico como no había conocido el continente desde la II Guerra Mundial.  La Yugoslavia conocida como tal, la de Tito, desaparecía al mismo tiempo que su baloncesto dominaba las principales competiciones continentales.

A nivel de clubes, la Jugoplastika ejercería su tiranía en la máxima competición continental durante tres años consecutivos (1989-1991), destrozando las aspiraciones de equipos con mayor presupuesto y nombre como Maccabi o Barcelona. Anteriormente, un año después de Bormio, el Partizan de Djordjevic, Pecarski y Divac se plantaba en la Final Four de Gante para sorpresa de la gran mayoría. Una temporada después, el mismo Partizan, ya con unos jovencísimos Danilovic y Paspalj en la plantilla, se alzaba con el título de la Copa Korac, al remontar 13 puntos al Cantú en una Final a doble partido. Ya sin Divac, pero con Djordjevic, Danilovic y Rebraca, el Partizán tomaba el testigo de la Jugoplastika en 1992 para redondear cuatro años de incontestable dominio balcánico.

A nivel de selección, parte de esos jóvenes valores presentes en Bormio acudieron a la cita de los Juegos Olímpicos de Seúl´88. Radja, Divac y Kukoc enlazarían con los Petrovic, Cutura o Cvjeticanin para alcanzar una medalla de plata en lo que sería el preámbulo de tres años de dominio absoluto (Eurobasket de Zagreb´89, Mundial de Argentina´90 y Eurobasket de Roma´91), donde soviéticos, estadounidenses, griegos, italianos y españoles parecían marionetas en manos de aquella generación yugoslava.

La guerra y la posterior fragmentación de Yugoslavia acabaron con una generación de jugadores irrepetible, muchos de los cuales aún no habían llegado a su madurez total. Es fácil pensar que con todos ellos por debajo de la treintena y muchos sin cumplir aún los 25 años hubiesen seguido dominando el baloncesto continental y, aunque seguramente no hubiesen podido batir al Dream Team original, igual en las ediciones siguientes sí podrían haberse alzado con el oro en el Campeonato del Mundo de 1994 o los Juegos Olímpicos de 1996. “Me pasaba todo el año jugando al baloncesto”, recordaba Kukoc, “ Los únicos amigos que tenía eran mis compañeros de equipo y los chicos del equipo nacional. ¿Quién podía pensar en una guerra? Nadie”. Las lágrimas de Juri Zdovc al verse forzado a abandonar la concentración de la selección las horas antes de jugar la Final del Eurobasket de Roma bajo amenaza de su nuevo país, Eslovenia, de ser considerado un traidor, fue el punto final a aquella generación. Ya no era solo baloncesto.

El recuerdo de aquel Campeonato celebrado en Bormio es, para la gran mayoría de los aficionados, aquella exhibición de Kukoc y el triunfo final de la nueva generación yugoslava. Para Pesic y los componentes de aquella plantilla es una foto colectiva de todos ellos celebrando el título en forma de postal navideña que el propio Pesic mandó a cada uno aquellas navidades. En el reverso de la foto escribió “Nunca olvidéis lo que hemos logrado juntos”.    “Cuando miro aquella foto y pienso en la guerra, me siento muy triste”, recordaba el entrenador. “Mi mayor satisfacción personal fue con los juniors en Bormio. Ese fue el resultado de cuatro años de vivir y trabajar juntos. Estarán en mi alma por toda la eternidad”.

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