“¡Siempre debe haber aquellos con el fuego de la rebelión en la sangre! ¡Y siempre debe haber aquellos que se atrevan a luchar contra un enemigo invencible! ¡Solo así la raza humana seguirá fuerte y sin miedo!”. Las palabras de Odín en Journey Into Mistery # 110 (noviembre de 1964) son un perfecto exponente de la épica que Jack Kirby y Stan Lee sabían dar a la por entonces incipiente editorial Marvel. En aquel pequeño cómic, el padre de todos en Asgard se dejaba derrotar a propósito en una batalla para que las leyendas de los mortales registren que incluso un dios podía fallar en alguna ocasión.
Dentro de un campeonato tan mítico como la NBA, son innumerables la lista de proezas que han ocurrido. Tanto a nivel de equipo como individuales. Sin embargo, hay una gigantesca roca del pasado que incluso las franquicias más aguerridas observan con miedo: en más de 150 series de Playoffs, nadie fue capaz de remontar un 3-0 de salida. Así de contundente y sin ambages. Resulta lógico el dato, puesto que la propia naturaleza del baloncesto convierte en muy improbable que se puedan ganar cuatro encuentros seguidos a un adversario que ha demostrado ya ser capaz de batir al contrincante, además de disponer de hasta cuatro match-balls.
Por ello, la historia de los cuatro equipos que acariciaron lo impensable es una de esas narraciones que merece la pena narrarse. Diferentes épocas y estilos, pero un denominador común: incapacidad de rendirse y jugadores inolvidables.
Triunfo y tormento en la Gran Manzana
Faltaban dos minutos y medio para que finalizase el encuentro. El pabellón del Edgerton Park Arena podía palpar la tensión. Su escuadra, los Rochester Royals, se encontraban 72-74 abajo en el marcador. Parecía poca distancia, pero la persona lectora debe recordar que en aquel lejano 1951 no existía el reloj de posesión para limitar los ataque. Los New York Knicks tenían todo el tiempo del mundo para pasarse el esférico y jugar con los nervios ajenos. Entonces se produjo uno de esos instantes mágicos que deciden anillos.
Max Zaslofsky, de raíces familiares rusas, manejaba el balón. Dentro de una larga y fructífera carrera donde estuvo en la NBA y la ABA, este playmaker de 1’88 metros dirigía incontables ataques exitosos para sus clubes. Si bien terminó en el Hall of Fame por méritos propios, no le hubiera importado cambiar eso por borrar una acción que le ocurrió a este habilidoso base criado en Brooklyn durante aquel séptimo partido.
Robert Edris Davies, más conocido por su público como “Bob”, logró un robo que quizá modificó para siempre la percepción que tenemos hoy de la maldición de las eliminatorias que se colocan 3-0. Y es que el escolta de lo Royals consiguió modificar el tempo y anotar dos puntos vitales que alteraron el momentum de unas Finales apasionantes. Con justicia, el pívot campeón, Arnie Risen, sería considerado unánimemente la gran estrella con su promedio de más de 14 puntos por encuentro. De cualquier modo, sin Davies nuestro artículo de hoy sería muy distinto.
Y es que los Royals desperdiciaron una ventaja de 3-0 para un título que se les llegó a antojar cómodo. El ya citado Risen logró masacrar a la defensa de New York (24, 19 y 27, realmente una sangría en una época de tanteos mucho más bajos). Apenas era el segundo año que aquella competición se autodenominaba como NBA, pero los Knicks resurgieron convencidos de poder hacer Historia con mayúsculas. Habían llegado a esa instancia dejando atrás a los emergentes Boston Celtics (todavía no la gran dinastía que luego serían) y a los Syracuse Nationals.
Los muchachos de la Gran Manzana hicieron una campaña regular discreta (36 triunfos y 30 derrotas), aunque su técnico Joe Lapchik logró imprimir a la plantilla una fuerte resiliencia en los momentos complicados. Sin nada que perder el cuarto día en el Madison Square Garden, el técnico apostó por dar entrada a Ernie Vandeweghe, hasta ese momento reserva. De hecho, muchos suplentes tuvieron minutos de gloria para evitar la catástrofe, sobresaliendo “Tony” Lavelli, un habilidoso alero que tenía igual don musical con el acordeón.
El desenlace fue extrañísimo. Previamente, los Knicks habían desperdiciado una renta de 17 puntos y luego sacaron su mejor basket cuando lo Royals amenazaban con escaparse. Llegó entonces la hora D y el día H para un antiguo Globetrotter que había sido uno de los grandes fichajes de los neoyorquinos: Nathaniel Clifton no es un nombre que hoy día suene familiar a la Vieja Guardia del Madison; no obstante, decir “Nat Sweetwater”, su apodo, evoca a esa jornada de gloria donde sacó las faltas decisivas y llevó a sus camaradas a la victoria del honor: 79-73.
Al menos, así pensaban en Rochester. New York se había ahorrado la humillación en casa, pero ahora debían caer en el quinto juego. Realmente, no se podía acusar al equipo dirigido por Les Harrison de prepotencia. Simplemente, su estadística en su guarida asustaba: 92 victorias y apenas 16 derrotas en tres temporadas. Por ello, hay que descubrirse frente a la mentalidad exhibida por los chicos de la ciudad que nunca duerme.
Como suele suceder en eventos deportivos inesperados, despertó alguien con quien no se contaba en los pronósticos previos. Cornelius Leo Simmons, llamado por la grada del Garden simplemente Connie, sorprendió a los Royals con sus ganchos. Estuvo impresionante, disparándose a los 26 tantos en su cuenta particular. Max Zaslofsky, incombustible todo aquel curso, le secundó para firmar 24. Una contribución que fue desestabilizando a los Royals, quienes incluso tuvieron una ventaja de dobles dígitos al descanso. Una ironía muy curiosa es que para Rochester jugaba un tal “Red” Holzman, futuro gurú del banquillo de la Gran Manzana y mentor, entre otros, de Phil Jackson.
El 89-92 supuso una de las grandes sorpresas en las Finales del campeonato. Nadie habría apostado por un retorno a la Estatua de la Libertad. De hecho, los Royals habían fallado ataques relativamente sencillos que les habrían ahorrado el mal trago de retrasar su celebración. Los Knicks no estaban dispuestos a devolver el favor y sacaron adelante el sexto día con otro disputado choque (80-73). Un triunfo de sudor y lágrimas que escenificaba como nadie Harry “The Horse” Gallatin. El ala-pívot del Madison era comparado con el noble animal por su fuerte entrega en cada ocasión que saltaba a pista. Con todo, los grandes héroes de la remontada fueron el siempre infalible Zaslofsky y nuevamente por Ernie Vandeweghe Junior. Este apellido sonará familiar, puesto que iba a ser el futuro progenitor de Ernest “Kiki” Vandeweghe, futuro coach NBA, y abuelo de Coco Vandeweghe, tenista profesional.
Con mucho tino, Joseph Rini escribió para New York Sports Day que la frontera que separa a una leyenda deportiva de una interesante nota a pie de página apenas son un par de lanzamientos. O tal vez una falta bien (o mal) pitada en el instante decisivo. Cara al séptimo duelo en Rochester, el favoritismo seguía siendo de los Royals, aunque la confianza visitante estaba por las nubes. Sin desanimarse por estar 14 puntos abajo en un momento del séptimo, New York dio la vuelta al asunto hasta que “Bob” Davies aseguró que su club no entrase por la puerta negra de la NBA.
Holzman, quien luego sería gurú de su rival aquella noche, supo aguantar el balón hasta encontrar a Jack Coleman para que convirtiese el 79-75 definitivo. Arnie Risen, una pesadilla para sus defensores, fue el máximo responsable de frenar a los incombustibles Knicks al ayudar, y mucho, a las expulsiones de referentes baloncestísticos neoyorquinos como Clifton o Simmons. Todo aquello ayudó a reafirmar la leyenda del 3-0, hasta el punto de que pasaría muchísimo tiempo hasta que otra franquicia tuviera el valor de abrir esa caja de Pandora.
Los subcampeones demostraron de qué pasta estaban hechos al llegar a dos Finales más de forma consecutiva. De cualquier modo, terminaron cayendo asimismo en esas dos ocasiones. Triunfo y tormento en la Gran Manzana.
La Montaña
La imagen de aquella roca humana tumbada en el Seattle Center Coliseum se haría inmortal, una estampa mil veces empleada en la NBA para sus vídeos promocionales. Dikembe Mutombo y sus 2’18 metros de altura hicieron historia a costa de la gloria de otros en un enclave teñido de verde en cada rincón del edificio; la devota afición de la ciudad de Frasier Crane no olvidaría aquel 7 de mayo de 1994. Amparados en la electrizante dupla formada por Gary Payton y Shawn Kemp, los pupilos de George Karl habían alcanzado el récord de victorias en fase regular y se olfateaba el anillo en el horizonte sin la alargada sombra de Michael Jordan.
Por desgracia para sus intereses, los sorprendentes Denver Nuggets encarnaban un caramelo envenenado. Rara vez un octavo clasificado del Oeste ha tenido un mayor peligro oculto. Con una cómoda ventaja de dos victorias al mejor de cinco encuentros, Seattle se dejó ir en los partidos celebrados en Colorado para resolver la espinosa ronda en su propio feudo. No sucedió así merced a Robert Pack, quien estaba jugando el mejor basket de su carrera (23 puntos), la constante intimidación bajo tableros de Mutombo y las prestaciones de eficaces escoltas como Reggie Williams.
Consumado aquel terremoto deportivo, la hoja de ruta del Far West había cambiado. Era la primera vez que le ocurría a un cabeza de serie semejante remontada. No obstante, para honor de los Sonics, aquellos Nuggets dirigidos en el banquillo por Dan Issel, quien fuera en su día ala-pívot de Denver para la ABA y la NBA, demostraron no ser la efímera flor de un día. Eso sí, pocos apostaban porque pudieran repetir el factor sorpresa en semifinales de Conferencia frente a los Utah Jazz de Jerry Sloan. La institución mormona había elevado a la categoría de arte del pick and roll de la pareja Stockton-Malone, además de tener una gran intensidad defensiva.
Sin embargo, iban a tener un mal cliente como visita. En Colorado había una combinación impredecible con presencias como Mahmoud Abdul-Rauf, LaPhonso Ellis y un acierto desde la línea de tres puntos que era atípico en la rocosa década de los noventa. Pese a ello, los Jazz marcaron pronto distancias en su domicilio: victorias por 100-91 y 104-94. Por ello, el McNichols Sports Arena presentó su mejor apariencia para espolear a sus muchachos. Nadie quería sentir la temida losa del 3-0 en contra y ya habían doblegado a un favorito claro como los Sonics. El cielo era el límite para Denver.
Utah demostró tener la lección bien aprendida. Stockton repartió 13 asistencias, Malone firmó 26 tantos y Jeff Hornaceck exhibió su legendaria puntería (27 para su casillero) en un partido a vida o muerte donde hubo prórroga. Dio igual la excelente noche de LaPhonso Ellis. Aquel marcador 109-111 parecía hacer caer el telón para un equipo inexperto que ya debía irse muy feliz por su increíble primera ronda. Pese a ello, un rasgo Nugget durante aquel año de 1994 era sacar lo mejor de sí mismos cuando estaban contra las cuerdas. Habían llegado a tener un balance de 36 victorias y otras tantas derrotas en la recta final de la fase regular. Sintieron el aliento en el cogote de unos Lakers en pleno proceso de transición por la octava plaza que daba acceso a la postemporada. Como si nada, Denver hizo un esprint final donde batieron hasta en dos ocasiones a los californianos.
Nadie pensó que el cuarto partido fuera algo más que una gloriosa despedida. Conjurados alrededor de Mutombo, sus compañeros lograron poner hasta 14 tapones para proteger su aro. Reggie Williams marcó el ritmo en ataque (21 puntos, 7 rebotes, 3 asistencias y otros tantos tapones). Con todo, sin estar en su mejor versión, los hombres de Jerry Sloan cayeron por un ajustado 83-82. Entre los especialistas, era casi unánime imaginar que lo solventarían todo en tierras mormonas y que los de Colorado se habían despedido con honor de su afición hasta después del verano.
La pizarra de Issel se encargó de desmentir los malos augurios. La hoja estadística diría que Karl Malone firmó 22 puntos y 13 rebotes, un formidable doble-doble. Sea como fuere, los interiores de Denver le hicieron pagar cada acción con choques, empujones y frustración. El estelar ala-pívot tuvo malos porcentajes de tiros en una jornada donde los locales jamás estuvieron cómodos. Reservas como Brian Williams sacaron lo mejor que tenían dentro, incluyendo alguna finalización espectacular a dos manos.
Larry Miller, el apasionado y temperamental propietario de los Jazz, tomó la decisión de bajar al banquillo en el descanso. Estaba tan frustrado con el desempeño de Malone que incluso pidió a Jerry Sloan que lo dejase en el banquillo. Los nervios estaban a flor de piel, además de filtrarse la noticia, hecho que obligó a Miller a mandar unas sentidas disculpas. Por supuesto, El Cartero siguió en pista, pero las emociones del vestuario estaban alteradas en el peor momento imaginable: Denver superó dos prórrogas para alcanzar un triunfo épico (101-109).
El favoritismo de Utah ya no parecía tal. El casi infalible Stockton no pudo evitar el primer tiempo extra sobre la bocina (con 87-87 en el electrónico). Los Nuggets jamás se rindieron, incluso cuando iniciaron la prórroga encajando un parcial de 5-0 que obligó a LaPhonso Ellis a gastar su sexta falta personal. Como una gata sobre el tejado de zinc, la plantilla visitante hizo otro ejercicio de supervivencia, provocando que Malone fuera asimismo expulsado.
La moral en las filas de Mutombo (¡7 tapones!) estaba en su mejor momento. Hombres como Bryant Stith habían ayudado muchísimo a presionar a la defensa de los Jazz, provocando que Utah tuvieran que concederles 48 visitas al tiro libre. Abdul-Rauf siempre contribuía con su fluida anotación (22 puntos), mientras que Robert Pack seguía siendo el hombre-orquesta que sepultó las aspiraciones de Seattle. ¿Por qué no podían repetir la historia de David y Goliat en un margen de escasas semanas?
El sexto duelo tuvo un componente psicológico indudable. Interiores como Felton Spencer tenían que mirar con el espejo retrovisor cada vez que tenían una canasta fácil bajo los aros. Mutombo podía aparecer de la nada y ellos quedarían retratados en futuros vídeos de la Liga con el colosal africano negándoles con el dedo. Malone, casi siempre un seguro de vida, volvió a estar errático con los lanzamientos, siendo celebrado cada fallo suyo por el McNichols Sports Arena como si de un pequeño título se tratase. Fiel a su estilo, El Cartero fue de menos a más para estrechar el cerco a los locales en el último cuarto, aprovechando los problemas de faltas personales de sus defensores.
Finalmente, Tom Chambers no logró capturar bien el rebote ofensivo tras un triple desesperado de los Utah Jazz para forzar la prolongación (94-91). Pack, quien había errado unos tiros libres claves, suspiró aliviado. Igual que en sus días como el más corajudo hombre de los Chicago Bulls, Jerry Sloan espoleó a sus pupilos a centrarse en el séptimo día. Sin importar sus buenos propósitos, Denver estaba erigiéndose en una gigantesca montaña de agotadora escalada. Reggie Williams recorría ambos lados de la pista con insultante facilidad y Robert Pack estaba siendo maravilloso como sexto hombre (16 puntos saliendo desde el banquillo).
Los nervios parecían a flor de piel en la NBA tras semejante milagro. Denver había logrado algo que no se veía en décadas. De hecho, era apenas la segunda escuadra que lograba inscribirse en la legendaria lista de contendientes que se sobreponían a un 3-0 para decidirlo todo a muerte súbita. En aquella ocasión, Stockton halló en la primera posesión a Karl Malone para un certero lanzamiento de media distancia. Así se abrió el séptimo partido y resultó el resumen perfecto de una velada en nivel MVP para El Cartero, quien castigó a sus marcadores con 31 puntos para alborozo de un Delta Center que llegó a sentir la angustia de sospechar si iban a ser los primeros en sufrir la debacle de desperdiciar aquella ventaja que era una losa insalvable.
En aquella ocasión, el milagro no pudo materializare por la extraordinaria solidez de Utah, un proyecto que evidenció llevar once años entrando de forma consecutiva en la postemporada. Para muchos jugadores de la plantilla de los Nuggets era su primer viaje a dicha instancia. Con todo, Mutombo se despidió con los galones que había acreditado desde la proeza frente a Seattle: 12 puntos, 17 rebotes y 2 tapones. El electrónico lució un 91-81 final en Salt Lake City que nos hace albergar dudas sobre qué hubiera pasado si uno de los mejores ala-pívots en la historia de la NBA no hubiera acudido al rescate de Jerry Sloan y los suyos.
Tan inútil como gloriosa fue una última carga ordenada por Issel, infligiendo un parcial de 13-2 a sus oponentes en el último cuarto, si bien Utah se recompuso. Eso sí, nadie olvidaría a aquellos excitantes Nuggets con novatos tan descarados como Rodney Rogers y una inquebrantable fe que podía mover montañas. El desgaste de tantas prórrogas previas hizo, de igual manera, mella en uno de los conjuntos que más simpatías neutrales despertó en la década de los noventa del pasado siglo.
Sospechosos habituales
Constituyen una asombrosa paradoja en el Rose Garden. Durante años, el equipo construido en los despachos por Bob Whitsitt y Paul Allen en la financiación coqueteó con la grandeza. A apenas unos minutos de hacer dinamitar la dinastía de Kobe y Shaq justo antes de que empezase. Dos Finales del Oeste. El mejor equipo que el dinero podía comprar, según Phil Jackson a comienzos del siglo XXI. Después surgió la nada y una damnatio memoriae como pocas veces se ha visto en la prensa local de una franquicia.
A la altura del curso baloncestístico 2002/03, los Portland Trail Blazers había justificado el malicioso mote que les daban en las columnas periodísticas: “Jail” Blazers. Escándalos, indisciplina, vulneraciones de la ley, etc. Incluso Damon Stoudemire, el playmaker que había nacido en la ciudad de Oregón y abrió su corazón con cartas narrando los Playoffs del año 2000, saltó a la palestra por ser interceptado en un vehículo con marihuana. Para más vergüenza, el otro de los implicados era Rasheed Wallace, estelar ala-pívot de los Blazers que defendía a los mejores power forwards de la NBA con la misma facilidad con la que acumulaba faltas técnicas.
En los momentos de mayor crisis y escarnio, Scottie Pippen debía salir para poner orden en un vestuario que incluso bromeaba después de haber sufrido una dolorosa derrota. No hacía tanto, el antiguo astro de los Bulls vio como una opción muy seria de séptimo anillo defender la elástica de Portland. Era una de las voces sensatas de un proyecto donde incluso se había colocado un detective privado al joven Zach Randolph, una fuerza de la naturaleza de duros orígenes. Arvydas Sabonis representaba otro de los ejemplos a seguir, pero su carácter introvertido y el ego de algunos de sus compañeros en la pista impedían que asumiera el liderazgo. Eso sí, ya incapaz de saltar, la gerencia del club le suplicó que saliera de su retiro voluntario para impartir su magisterio por última vez en la NBA. Donde no llegaba su rodilla, lo hacía su inteligencia y clase.
Eso sí, nadie apostaba un centavo por sus opciones en la primera ronda de la Conferencia Oeste. La persona lectora debe recordar que la hegemonía impuesta por Los Ángeles Lakers comandados por Phil Jackson había provocado una respuesta extraordinaria por parte de otros contendientes a ese lado del cuadro (Sacramento Kings, San Antonio Spurs, los Wolves de Kevin Garnett, etc.). Da la sensación de que muchos de los farolillos rojos de aquel bestial Far West habrían podido llegar con relativa calma a las últimas eliminatorias del Este, vaciado de poder tras la marcha de Michael Jordan.
El oponente de los de Oregón eran los eléctricos Dallas Mavericks de Don Nelson. El antiguo jugador de los Celtics apostaba por un run and gun muy gratificante para la audiencia. Dirk Nowitzki, la gran apuesta personal del propietario Mark Cuban, explotaba como el jugador franquicia y castigó a Portland con 46 puntos. En general, los Blazers habían jugado bien, pero la mega-estrella texana les mantenía en una sequía de victorias de postemporada alargada ya por más de dos años.
Más cruel resultó la segunda caída en el American Airlines Center. El conjunto visitante plantó cara hasta el final (103-99), siendo en esta ocasión ejecutado por la puntería de Steve Nash. El controvertido Bonzi Wells fue el mejor de los suyo, justificando el mote de Tortuga Ninja que Mike Dunleavy le había otorgado años atrás. La crítica en Oregón sería feroz contra Maurice Cheeks. Antiguo símbolo de los Sixers, encarnaba una de las paradojas de la leyenda negra de los “Jail” Blazers. Simplemente, tenía fama de persona encantadora con todo el mundo, pero al no llegar la victoria, los columnistas que pedían mejores ejemplos a seguir en el club lo pasaban por alto para volcarse en su inexperiencia.
Con el gesto de un dirigente que únicamente espera malas noticias del emisario enemigo, la grada del Rose Garden vio con apatía una nueva debacle en el Rose Garden (103-115). Nowitzki seguía imparable (42 tantos) y bajas como la de Pippen o Derek Anderson no ayudaban a una escuadra cuyo auténtico talento se ocultaba en dolorosos reveses previos frente a los Lakers. Un dato que solía olvidarse es que en aquellos días la dupla Bryant-O’Neal también barría a oponentes como Kings o Spurs, considerados modelos deportivos a imitar. A través de una concepción de juego coral y tener dos jugadores de nivel por posición, los Blazers entre 1998 y 2000 habían osado desafiar el star-system tan en boga en las siguientes campañas.
Cheeks, quien había ayudado a una niña pequeña durante su actuación cantando el himno nacional al comienzo del tercer encuentro, demostró que era algo más que un buen samaritano. Confirmadas las molestias de espalda de Sabonis, sorprendió a Don Nelson dando la titularidad a Bonzi Wells, además de combinar el poder de Rasheed Wallace y Zach Randolph. Con varios asientos vacíos, el Rose Garden recordó el orgullo de vencer en Playoffs (98-79). Nadie hizo saltar las alarmas, una impresión generalizada era que los Mavericks se habían relajado y lo resolverían todo en Texas.
La alegría duro poco. “Ambos equipos jugaron duro” sería la perpetua respuesta de Sheed Wallace ante los micrófonos oficiales de la Liga. Otra bofetada del antiguo astro de North Carolina al Comisionado David Stern, quien había dado un tirón de orejas a Portland durante la apertura de la serie en Dallas. El polémico ala-pívot fue multado, si bien era uno de los enigmas más apasionantes de aquel campeonato cada vez globalizado: una voz política incorrecta, azote de los árbitros, popular entre sus compañeros, odiado por gradas rivales y un talento capaz de competir contra los mejores que no se preocupaba de sus estadísticas individuales.
Aunque levantase ampollas, todo el mundo entendía que Wallace afirmase que siempre encontraría alguna franquicia dispuesta a firmarle el cheque. Tenía todas las condiciones, aunque preparadores físicos como Bob Medina lamentasen muchísimo que nunca tuviera la ética de trabajo de Tim Duncan. Sea como fuere, no dejó abandonados a los suyos en el quinto, marcando un triple decisivo para disgusto de Mark Cuban, el excéntrico millonario que había logrado que Dallas firmase a joyas del mercado como Michael Finley, Nick Van Exel o el mexicano Eduardo Nájera.
Los de Don Nelson pudieron evitar la debacle en defensa, pero un maltrecho Sabonis acudió al rescate de un tiro errado por Bonzi Wells. Volvían al Rose Garden cuando nadie lo creía. El gigante lituano estuvo atípicamente feliz ante lo medios. De repente, aquellos Mavs que habían mantenido un pulso con San Antonio por la primera plaza se evaporaron. Lo mejor que sacaron los texanos del sexto enfrentamiento (125-103) fue el resultado. De repente, sin importar un doloroso pasado reciente, la entusiasta grada Blazers y aquellos sospechosos habituales se fusionaron para abrir una puerta histórica.
Con sonrisa de niño travieso y un pase preferente a pie de pista, un imberbe Carmelo Anthony sonrió ante aquella exhibición de juego en bloque. Incluso Ruben Patterson, plagado de problemas judiciales graves aquel año, recordó al de sus mejores días. El demonio Nowitzki quedó contenido en apenas 4 puntos. Damon Stoudemire había olvidado su melancolía y rumores de traspaso de los últimos mese para ser aquel “Mighty Mouse” que era uno de los mejores playmakers del estado de Oregón.
“Somos nosotros contra el mundo” declaró Rasheed Wallace, superando su usual mutismo ante los micrófonos oficiales de a NBA. Habían derribado la frontera solamente transitada por Knicks y Sonics. Además, en su caso se había logrado con un juego coral, donde todos sumaban hasta el punto de engullir a uno de los mejores rivales del Oeste. Y había sido en una noche tan hermosa como cuando una de las grandes estrellas de campeonato firmaba 60 puntos en solitario. Randolph estaba apabullando en el poste bajo e incluso Pippen volvió a enfundare las zapatillas: “Tenemos algunos guerreros ahí fuera”.
De todos los séptimos duelos que relatamos en este artículo, quizás este fue el mejor de todos. Sabonis puso toda su IQ para serenar los momentos más irreflexivos de sus jóvenes compañeros, siendo un espectáculo ver a aquel zar de Lietuva doblegar a rivales con mucho mejor físico que él en la pintura. Estuvo imperial: 17 puntos, 9 asistencias, 8 rebotes y 3 tapones. Cuban no disimulaba sus nervios. El año de ensueño de su franquicia iba a ser hecho añicos por aquella escuadra que se habían convertido en la legión maldita de la NBA. ¿Alguien podía vislumbrar a David Stern dando la mano a los Jail Blazers por conseguir el milagro más grande jamás visto en los Playoffs?
Una de las claves tácticas fue que Damon Stoudemire logró descifrar los trucos de un base del nivel de Steve Nash, causando muchos problemas al canadiense en defensa y ataque. Tal vez recordando su famoso séptimo encuentro en el Staples Center (30 puntos y una actuación imperial hasta que perdió energía en el último cuarto), Rasheed Wallace aguardó hasta los minutos finales para sacar su mejor versión. Su amenaza interior-exterior era desconcertante para Dallas, aunque Dirk Nowitzki respondió a lo grande (31 puntos y 11 rebotes).
Aquellos minutos fueron magia. Triples lejanísimos de Sheed, la respuesta de Van Exel (su show desde el banquillo le valió un futuro contrato con los Blazers), el último gran lanzamiento de tres de Pippen, la magia de Dirk… Sabonis sentía que estaba rejuveneciendo. Con menos de tres minutos para el final, vio con horror una señalización de un riguroso bloqueo ilegal. Quitándose el protector bucal, la antigua leyenda quizás recordó las severas faltas que le marcaron contra O’Neal en plena remontada angelina en 2000, periodistas de Portland pudieron oírle murmurar: “Dejad que sean los jugadores quienes decidan el partido…”. Jim Eyen, antiguo asistente de Portland, solía recordar que Phil Jakcson y O’Neal respiraron muy tranquilos cuando “Sabas” tuvo que abandonar el Staples Center.
Allí murieron las esperanzas de Portland. El 107-95 final no hizo justicia a la agonía sufrida por Dallas. Incluso Don Nelson, un técnico afable y de agudo ingenio, sacó a aflorar una nota de revanchismo contra Ruben Patterson, quien falló unos tiros libres cruciales. Si el alero Blazer que había afirmado en la previa que vio miedo en la mirada de los Mavs, el míster adversario recogió el guante: “Es más tonto que un saco de rocas. Puse sus palabras en la pizarra del vestuario”.
Un triste epílogo para un show que tuvo trece cambios en el liderazgo y hasta 21 empates. Una joya que se convirtió en una de las grabaciones más codiciadas en castellano cuando Sportmanía emitió aquella velada en el American Airlines Arena de la mano de unos inspiradísimos Sixto Miguel Serrano y Antonio Rodríguez. Una eliminatoria digna de figurar en cualquier colección de indispensables.
Antes de que el diablo sepa que has muerto
Era el escenario de uno de los cantos de cisne más recordados en la NBA. Allí, cuando el Kaseya Center era llamado simplemente American Airlines Arena, Doc Rivers pidió un emotivo tiempo muerto para cerrar las Finales del Este frente a los “Beach Boys” de Miami. La derrota ya era inevitable tras siete fieros encuentros frente a LeBron James y sus Heat, pero el técnico quiso rendir tributo a Paul Pierce, Ray Allen y Kevin Garnett. Las tres estrellas que habían batallado durante cuatro fabulosos años para devolver el orgullo a los orgullosos verdes. Cayeron con honor tras haber tenido una opción de cerrar la eliminatoriadesaprovechada en Massachussets.
Aquello sucedió durante el verano de 2012. Había pasado más de una década, si bien Marcus Smart y Jaylen Brown parecían contagiados de aquel espíritu que llevó al último anillo de la franquicia (2008). “No nos dejéis ganar uno”, afirmaban con espíritu travieso a cuantos medios les cuestionaban por el agujero donde estaban siendo encerrados por sus contrincantes, una escuadra hecha por y para guerreros de las canastas.
“Sentíamos que necesitábamos mentalidades más medievales, tipos que tienen escudos, espadas, hachas y esas cosas”. Así se expresaba un eufórico Pat Riley ante la gesta conseguida por la franquicia de sus amores estos últimos años, los Miami Heat. Como presidente de operaciones en Florida, una de las leyendas NBA prosigue con su permanente metamorfosis a la grandeza. Un jugador de suma intensidad que supo transformarse en el impecable estratega del glamuroso Showtime de Magic Johnson.
La ironía es que el responsable con la tiza de una de las ofensivas más vistosas que se recuerdan terminó revelando en New York y Miami que su auténtica devoción era el duro hormigón, la coraza de acero bajo tableros. Empeñado en hacer crecer a los Heat y reinventarse, dio un golpe de efecto en los días estivales de 2019, cuando un inesperado sign & trade le permitió hacerse con los codiciados servicios de Jimmy Butler. El hombre adecuado en el momento justo, una presencia para paliar el enorme hueco dejado por el inolvidable Dwyane “Flash” Wade.
Con un discreto balance 44 triunfos y 38 derrotas, nadie había reparado especialmente en los muchachos presididos por Riley y comandados por uno de sus hombres de confianza, Erik Spoelstra. Un míster de Illinois con raíces familiares filipinas, discreto trabajador que supo colocarse dos anillos de campeón en sus dedos cuando Wade, LeBron y Bosh marcaban la ley en las canchas. “Somos un grupo resiliente”, afirmaba un complacido Butler tras zarandear todas las predicciones y noquear todas las expectativas al eliminar con grande remontadas a lo Milwaukee Bucks, flamante líder del Este.
Llegados a la Final del Este, tuvieron idéntico descaro ante los Celtics. Robaron dos juegos en el TD Garden, alejando a la perfección a Tatum de sus vías de anotación habituales en los últimos cuartos. Dio exhibiciones en el TD Garden, pero mojándosele la pólvora justo en el último cuarto. Grant Williams fue otro de los señalados por ir abajo 0-2 en las Finales del Este por haber “picado” a Butler para despertar justo a tiempo. La prensa hablaba maravillas de la zona 3-2 aplicada la perfección por Spoelstra. La paliza baloncestística en el Kaseya Center sonó a mazazo del que sería imposible recuperarse. Se hablaban con justicia maravillas del desempeño de Gabe Vincent para los de Florida y la explosión de Bam Adebayo.
Malcolm Brogdon destapó la caja de los truenos al afirmar que habían perdido la identidad defensiva que les hizo subcampeone el año anterior. Sin pretenderlo, el exterior de los Celtics resucitaba un fantasma inquietante en el armario del leprechaun: Ime Udoka, el carismático entrenador que los había elevado a la cima fue cesado por una cuestión de código interno y entre rumorologías que espoleaban a la prensa amarilla. Brad Stevens prescindía de una apuesta personal justo cuando Will Hardy, uno de los más destacados miembros del staff técnico, era seducido por las promesas de los Utah Jazz. Eso había dejado de forma interina a Joe Mazzulla, una verdadera incógnita de la que nadie acertaba a pronosticar qué esperar.
“Es uno de los mejores vestuarios en los que he estado”. Nacido en el territorio de Rhode Island, su presencia pronto se hizo notar. No había logrado ser profesional en el oasis prometido de la NBA, pero sí hacer el suficiente ruido en la universidad de West Virginiana. Prematuramente, colgó las zapatillas y empezó a labrarse un futuro en la NCAA, donde pasó por varias instituciones hasta despertar la atención de los mismísimos Celtics en 2019. Enérgico, con gran sentido del humor y sintonía con los jugadores, quitó corsés defensivos y la plantilla verde sintió un alivio similar al de los primeros meses de Flip Saunders con los Detroit Pistons guiados hasta entonces por la batuta de Larry Brown. Relajar el corsé defensivo habilitó a Boston para ver una ofensiva dinámica y muchos lanzamientos de tres puntos.
Incluso logró mantener la nave enderezada cuando Damon Stoudemire, uno de sus asistentes más sobresalientes, antiguo Jail Blazer por talento y temperamento, les dejaba después del parón por el All Star. En febrero de 2023 se confirmó que sería el entrenador interino hasta que acabase la campaña. Todo había ido de perlas gestionando incluso crisis de resultados para mantenerse en la élite, aunque los Miami Heat fueron una roca donde al estrellarse debieron decidir si recomponerse como bloque o meros individuos.
Jayson Tatum los lideró. Danny Ainge, quien había pactado una transición dulce con Brad Stevens, siempre afirmó que la primera vez que lo observó en directo en pruebas el chico estaba atiborrado de antibióticos por una enfermedad. Y le encantó lo que vio. Si bien no tenía claramente su día, el alero nacido en Misuri tenía gran facilidad para no amilanarse en caso de fallar los primeros tiros. Aquel carácter inasequible al desaliento y su capacidad de crearse espacios iban a ser básicos para los verdes en su primer duelo entre la espada y la pared.
34 puntos, 11 rebotes y 7 asistencias. La grada de Miami tuvo que frotarse los ojos ante el despliegue de un hombre franquicia que se negaba a que terminase el baile tan pronto. Grant Williams, tan señalado lo días previos, se erigió como un gran apoyo desde el lanzamiento exterior. El electrónico lucía un 99-116 inquietante después de la bocina final. Los Celtics lograban algo más que un día más de supervivencia. De repente, recuperaban su capacidad de creer.
Las palabras de Smart y Brown habían parecido tópicas. La obligación de cualquier atleta profesional que debe rendir respeto a una afición que se gasta el dinero de la entrada para apoyarles. Ahora, parecían un augurio distinto. Los Celtics abrían una pequeña rendija de esperanza. Volvían a casa. Si el triunfo en el cuarto juego fue algo emocional bajo el amparo de una estrella, la siguiente danza exigiría un gran ajuste táctico.
Antoni Daimiel, sagaz analista, hablaba de que los pupilos de Mazzulla estaban convirtiendo la pelota en un búmeran. Aprovechar hasta la línea de fondo para hacer circular pases que abrieran espacios que la inteligente defensa de los Heat no permitía. Volvieron los triples. El TD Garden festejaba y se iban sembrando las primeras sospechas en Florida. ¿Qué demonios ocurría con Kevin Love? Por primera vez, los hombres de Spoelstra se volvían descuidados (16 pérdidas castigadas con 27 punto de lo locales) y miraban a la enfermería con ansiedad. El estado de Tyler Herro, el esguince de tobillo de Gabe Vincent, etc.
Massachussets celebró el triunfo por 110-97 como una fiesta. Algo había cambiado. Incluso Adebayo, verdadera pesadilla por dentro para Boston, parecía humano. Todos contribuyeron en el bando vencedor: Tatum (21 puntos), Brown (21), Smart (23), White (24), etc. Como de costumbre, la victoria cobró peajes. El antebrazo derecho de Malcolm Brogdon dijo basta. Llevaba dando señales de alarma desde que arrancó la Final del Este, con una aportación muy alejada de su valiosa contribución en el duelo frente a los Sixers. Mazzulla debería dar más minutos a Samar, White y Payton Pritchard.
Un encuentro cada dos día de máxima exigencia. Bendita locura en una eliminatoria que parecía caso cerrado. Eso sí, al aterrizar los Heat sabían a quién encomendarse para cerrar aquel espinoso asunto: Jimmy Butler era alguien especial. Su camino ha estado marcado por sudor y lágrimas (El desafío a la probabilidad), la odisea de un solo hombre. Si Robert E. Howard escribió que Conan el Cimmerio llegó a ser rey por sus propios méritos en la Era Hiboria, Jimmy Butler hizo una escalada no menor desde los suburbios de Tombal (Texas). Nada puede asustarle en una cancha de la mejor competición baloncestística del mundo porque desde joven supo que era posible perderlo todo, incluso un techo donde dormir y el amor de la propia familia. “No voy a permitir que nadie deje de creer” fueron sus palabras, una vez consumada la debacle del sexto día.
Contenido bastante bien por los célticos durante la primera mitad, Butler se echó a los Heat sobre sus hombros para resucitarlos cuando todo el mundo imaginaba que debían ir reservando los billetes de avión. Como gran líder de los de Florida les espoleó para un parcial de 12-2. Con Boston contra las cuerdas, Mazzulla pidió un challenge por una falta de Horford a Butler. Arma de doble filo para los intereses del entrenador: ganó unos segundos vitales al ajustarse el reloj, pero recibiría más puntos en contra. Revisada la acción del dominicano, en lugar de dos tiros libres, el trío arbitral marcó tres. A Jimmy “Buckets” no le tembló el pulso y colocó la esperanza para sus compañeros: 103-102. Camino a la banca, les indicaba que restaba una jugada más tras el descanso. Estaban acariciando con la palma de la mano medirse a los Denver Nuggets de Nikola Jokić.
“No sirve de nada quedarse parado en una esquina esperando, ya sea que el compañero logra meter el tiro o no, así que simplemente me lancé hacia el tablero y el balón vino directo a mí”. El recuerdo de Derrick White refleja una de las bases de cualquier rebote ofensivo: ese deseo del que tanto hablaba Dennis Rodman. Hay una sensación de agonía cuando dos quintetos salen a pista con apenas unos segundos de reloj. Todas las miradas se posaron sobre Marcus Smart, quien armó el brazo para un buen triple que salió escupido por los aros. White corrió con fe y recibió la más dulce de las recompensas. Un golpe psicológico casi devastador, incluso para la columna vertebral de guerreros configurada por Pat Riley. “Encontramos la manera de ganar” reconocía el héroe de la noche, abrazado por Tatum con el alivio del supervivientes tras la peor de las tempestades.
“Se trata de añadir a tipos que puedes imaginar jugando en un séptimo partido de la NBA”. Aquellas declaraciones de Brad Stevens sonaban lejanas, pero ahora cobraban sentido. Sobre todo, por su tercer cuarto, White fue la mejor noticia para unos Celtics que, a diferencia de cualquiera de los otros equipos que coquetearon con la hazaña, tuvieron la ventaja de campo en el duelo decisivo. Asimismo, estaba alguien tan generoso como Al Horford, años atrás considerado un capricho de Stevens, quien sacrificó a un base explosivo como Kemba Walker por un pívot cuyos mejores años pasaron. Sin embargo, el dominicano era la generosidad, ese concepto de equipo que les llevó la temporada anterior a disputar las Finales contra los Golden State Warriors.
En el TD Garden se hablaba mucho del milagro de los Red Sox, equipo de béisbol que sí logró sobreponerse a ese constante jaque mate. De cualquiera manera, Miami no se dejó sorprender. Butler salió con la sangre inyectada en los ojos y bien apoyado por compañeros como Duncan Robinson. Los ajustes defensivos de Miami fueron los mejores posibles, además de recibir la ayuda adicional de la lesión de Tatum. En una decisión tan valerosa como controvertida, la estrella de los verdes siguió jugando, incluso arrastrando la pierna para defender. Demasiadas ventajas en una jornada donde Jaylen Brown pareció agotado, provocando muchas pérdidas fáciles para los suyos ante un adversario tan mortífero como los Heat. Con un contundente 84-103, los de Florida devolvían la moneda a la grada de Massachussets.
Justo premio para los de Spoelstra. Amargo despertar para unos Celtics que nos volvieron a hacer soñar con levantar la losa. Por eso, debido a que siempre debe haber aquellos tan osados para intentar hacer lo imposible, estaremos en perpetua deuda con cuatro franquicias que nos robaron horas de sueño en aras de contemplar aquello que se antojaba una quimera.
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