Costa a costa

Érase una vez un telón

Llegaban donde la diplomacia no podía. Aunque a los ojos de millones de personas tampoco eran normales. Los Harlem Globetrotters nacieron para divertir, y entre sus sonrisas, apareció la política. Y si en la pista no era suficiente, allí también marcarían la diferencia.

1959, aeropuerto de Moscú. Todos, espectadores y recién llegados, sabían lo que hacían allí, pero nadie entendía nada. Los primeros miraban a los segundos con recelo, como si de extraterrestres se tratara. Los segundos se preguntaban por la ovación habitual. Pronto se dieron cuenta: no iba a ser un viaje más. Estados Unidos frente a la Unión Soviética, la Unión Soviética frente a Estados Unidos. Por aquel entonces Nikita Kruschev y Dwight D. Eisenhower eran los encargados de regir las dos maneras de concebir el mundo, las dos cabezas visibles de una tensión omnipresente. El telón de acero estaba firmemente sellado y aún faltaban tres décadas para que comenzase a caer.

Durante la Guerra Fría, el deporte se convirtió en una trinchera para exhibir el poder en la escena mundial. Un escenario en el que los atletas competían por colocar su bloque por encima del antagonista, donde la victoria era símbolo de autoridad. Y sin embargo, aunque el deporte seguía siendo pólvora para el poder político, esta vez sería diferente.

Uno de los culpables sería Abe Saperstein, fundador, entrenador y, sobre todo, promotor de un equipo que ya había maravillado a medio mundo. Su fascinación por la propaganda y su ambición publicitaria le habían hecho considerar la Guerra Fría como una oportunidad para colocarse en primera plana. Pero le costó ocho años recibir la respuesta que tanto deseaba.

Muchos achacaron la decisión a la progresiva apertura de Kruschev con Occidente, aunque otros miraron de puertas para dentro. Recientemente los Harlem Globetrotters habían incorporado a sus filas a Wilt Chamberlain, el jugador del momento y, según sus compañeros, la “octava maravilla del mundo”. Una atracción con el suficiente reclamo para romper barreras.

Aunque ni siquiera Chamberlain sería capaz de anticipar lo que se les venía encima. Todo el asombro de los integrantes durante el vuelo se desvaneció cuando pisaron territorio comanche. “Todo era frío”, recordaba el legendario Meadowlark Lemon. “No era el clima, sino el ambiente. Todo era serio y gris. No sabíamos cómo reaccionar”.

La escena del aeropuerto era una antesala de lo que les esperaba. No les dejaban salir del hotel, tenían que ir a todos los sitios acompañados y, por si fuera poco, cada noche su edificio estaba rodeado por un convoy de soldados.

“No podíamos estar solos en ningún momento”, relata Charles ‘Tex’ Harrison. Los jugadores no eran ajenos a lo que ocurría a su alrededor. Sabían que toda esa cantidad de traductores que les acompañaban no eran traductores. No tardarían en descubrir que eran agentes del KGB y que estaban para asegurar que sus invitados viniesen única y exclusivamente para jugar al baloncesto.

Fue en ese hermetismo donde se dieron cuenta de su propósito. Entre ellos, la propaganda. Desde Estados Unidos eran conscientes de que uno de los objetivos mediáticos de la URSS era la segregación racial y sabían que este viaje podía ser una vía para acabar con ello. Sin embargo, los atletas seguían asombrados por la acogida. Estaban acostumbrados a ser un producto de escaparate, pero allí parecían pertenecer a otro mundo. Y quizá así lo fuera.

«La mayoría de la gente no había visto nunca a alguien negro y no entendían. Algunos nos frotaban a ver si la negritud se nos quitaba. Querían saber si éramos de verdad», recordaba Meadowlark Lemon en la BBC.

La única manera de demostrarlo era sobre la cancha. Y así fue, como un 6 de julio de 1959, los Harlem Globetrotters se dirigían, escoltados por un convoy de coches del ejército, al Palacio de Deportes de Moscú. Un bloque de hormigón que haría de dulce ironía para lo que se encontrarían después.

Tal era el escepticismo del anfitrión que para el primer encuentro los estadounidenses habían traído su propio equipo, los San Francisco Chinese Musketeers. Lemon lo tenía claro: “No querían jugar contra nosotros. Muchos llevaban a sus familias y amigos y no querían hacer el ridículo”. El prestigio estaba en juego, y más en una época en la que la selección soviética rivalizaba con la estadounidense por erigirse como la máxima potencia mundial.

La primera fila estaba atestada de oficiales soviéticos y, aunque el graderío presentaba un buen aspecto, la atmósfera era sombría. Los Globetrotters nunca se sintieron tan lejos de casa.

Tras los primeros minutos los jugadores notaron que algo no iba bien. No se escuchaban risas, ni siquiera aplausos. Saperstein echaba un vistazo a la grada y veía rostros desconcertados. “Estaban ahí sentados… pensaron que nos estábamos burlando del juego, pero no era así, nos estábamos divirtiendo”, explicaba.

Antes del partido realizaron su habitual rondo, un seña de identidad del equipo que consistía en un cúmulo de pases y malabarismos para advertir al público de lo que iban a ver. “Cuando nos presentaron se escucharon aplausos, pero eran más por cortesía que otra cosa”, detalla Joe Buckhalter. “No lo comentábamos entre nosotros porque estábamos concentrados en dar un buen ‘show’, pero eso no tenía buena pinta”.

Todo aspecto del juego en los Globetrotters queda supeditado al espectáculo. Sin embargo, aquella puesta en escena había puesto de manifiesto las diferencias entre ambos lados del telón. Frente al descaro y la osadía americanas, la seriedad y firmeza soviéticas marcaban la pauta. Los equipos de la URSS eran consideradas máquinas perfectas, alejadas de la improvisación y siempre regidas por la ortodoxia baloncestística. Lo contrario a lo que representan los Globetrotters. La crónica del Pravda, la publicación oficial de la URSS, no dejaba dudas: “Esto no es baloncesto, demasiados trucos”.

Este texto es un extracto del artículo que apareció publicado en Skyhook 12

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