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Reflejos

Fast and fourious

En la década más ferozmente competitiva, los Sixers de 1983 alcanzaron la postemporada más dominante que se había visto. Un equipo de máximo nivel sepultado por la historia de la rivalidad entre Celtics y Lakers.

Aquellos jugadores de rojo combatieron al fuego con lava. Durante una década, Los Ángeles Lakers del Showtime enamoraron a la grada y sembraron el pánico entre sus rivales. Más allá de la magia y el erotismo del Forum Club, aquellos cuarenta minutos en Inglewood eran un suplicio para la gran mayoría de los mortales. Incluso cuando se les escapó el título a los de Pat Riley (por ejemplo, las Finales de 1984), parecía una cuestión accidental o inesperada. Por eso, los sucesos de aquel mes de mayo de 1983 son la inigualable tarjeta de presentación de los mejores Philadelphia 76ers de todos los tiempos. Un equipo que estableció varios récords difíciles de superar.

Sin embargo, ninguno puede compararse al esfuerzo desinteresado que regalaron en aquella última parada por el anillo. Cuando los Sixers veían una flaqueza en los de púrpura y oro, eran tan despiadados como solamente un quinteto con Moses Malone podía serlo. En caso de fallar, la élite deportiva de Hollywood no halló la autopista que, generalmente, Magic Johnson generaba para desesperar a sus oponentes con resplandecientes contraataques. Hombres como Maurice Cheeks corrían a idéntica velocidad para interceptar pases, evitar fueras de banda y robar la cartera a los angelinos. Bobby Jones, por su lado, se jugaba la piel en cada acometida.

Frente a la maquinaria perfecta e imaginativa que el malogrado Jack McKinney había ideado, los pupilos de Billy Cunningham fueron caballos de carreras, un sueño hecho realidad de increíble resiliencia. El dato de las Finales todavía sorprende: en cada uno de los cuatro partidos, L.A. se marchó a los vestuarios ganando. Y en cada pieza de la tetralogía terminaron sepultados por aquel juggernaut escarlata.

Aquel tipo fuerte y callado

Dentro de aquel hito televisivo que fueron Los Soprano (1999-2007), el actor James Gandolfini regaló parlamentos soberbios. De cualquier modo, pocos son comparables a la sesión de terapia donde se pregunta qué había sido de Gary Cooper, aquel actor que resultaba majestuoso en papeles de tipos parcos en palabras y fuertes en hechos. Una evocación nostálgica a los días duros y un tipo de personalidad en desuso.

Moses Malone y su acento sureño bien podían parecer alejados a las maneras del protagonista de Solo ante el peligro (1952). Sin embargo, estaba hecho justo de esa pasta. Sus 2’08 metros de altura no resultaban excesivamente prodigiosos en un torneo plagado de torres gigantes, pero nadie intimidaba tanto como Malone. Aquel pívot nacido en Petersburg podía parecer un tanto fuera de forma, aunque era puro granito cuando cogía la posición en un rebote ofensivo.

Sixto Miguel Serrano, uno de los pioneros del periodismo deportivo castellano en los Estados Unidos, recordaba que el center era una estrella peculiar. Accesible para dejarse fotografiar, pero esquivo al máximo a la hora de declarar. Mucho tiempo después, el reportero descubriría que en ese rictus serio escondía un hándicap que le atormentaba: sus lagunas educativas le hacían sentirse incómodo ante los micrófonos, máxime si eran entrevistadores extranjeros. Si, en ocasiones, podía hallar dificultades con el inglés, ¿cómo reaccionar ante gente que le interrogaba en otras lenguas?

Harold Katz, el dueño de la franquicia que residía en la ciudad del amor fraternal, no vaciló aquel verano de 1982 ante la posibilidad de adquirir los servicios de una estrella veterana a quien solamente los Boston Celtics de Larry Bird habían privado de colocarse un anillo. La cifra resultó asombrosa: 13’2 millones de dólares por seis campañas con ellos. Hubie Brown, el ácido y sagaz técnico de lo New York Knicks, hizo alusión a ello cuando les tocó sufrir a Moses Malone en la primera ronda de los Playoffs de 1983: había valido cada centavo de la operación y se quitaba el sombrero contemplando a un anotador imparable. Jeff Pearlman, uno de los mejores cronistas de Los Ángeles Lakers, se sumaría muchos años después con otra consideración sobre el precio del MVP de aquella temporada regular: “Probablemente, mereciera más”.

Cuando los árbitros arrojaron la pelota al aire a mitad de pista, Philly fue cumpliendo cada uno de los pronósticos que se esperaban de ellos. Bobby Jones, fiel a una tradición que había arrancado en 1977, terminó seleccionado por la Liga en el mejor quinteto defensivo de la NBA. Si los Sixers eran buenos antaño, con Malone tuvieron una inyección que les hizo virtualmente imparables: ganaron 65 partidos y prácticamente trituraron a sus oponentes. Incluso Los Ángeles Lakers, su verdugo habitual en mayo, cedieron los dos choques frente a ese tren de alta velocidad.

Incluso las ciudades rivales caían rendidas ante su influjo. Según los cálculos estimados, aquellos 76ers atrajeron de media 5.000 personas más de media que cualquier otra franquicia cuando visitaban otros pabellones. El aura de Julius Erving y la fascinación por ver a Moses Malone en un nuevo proyecto ganador eran premisas demasiado atractivas para quedarse en casa frente al televisor.

Liberad al Kraken

El Doctor J se sumergía en una segunda juventud al poder aprovecharse de un socio como Malone, un titán que garantizaba 15 capturas por noche. Erving ya no tenía que echarse toda la responsabilidad y eso le permitió disfrutar todavía más de su talento, dejando una aguda reflexión de hombre de equipo, pese a su condición como gran estrella: “A veces, menos es más”. Una generosidad que asimismo tenía Bobby Jones, encantado de su papel como revulsivo desde el banquillo que le llevó a ser galardonado como Mejor Sexto Hombre de aquel curso baloncestístico.

De hecho, tal vez era el más consciente de la gran metamorfosis que estaban experimentado “La motivación estaba allí y estábamos sanos también. Tuvimos un buen arranque, ganamos confianza y no nos volvimos engreídos. Mantuvimos la ética de trabajo. Pienso que Moses realmente estableció eso. Julius siempre lo había tenido, pero cuando viene un chico grande y lo hace a la par, eso ayuda”.

Ese sentimiento colectivo era esencial para Cunningham. Al igual que su amigo y rival en California, Pat Riley, sentía los colores de Philly como nadie, puesto que había sido jugar importante en la franquicia. Podía hablarles a sus muchachos de cómo fue alzar el título de 1967 en los días de un gigante, Wilt Chamberlain. Cuando Wayne Lynch reconstruyó aquella hazaña en un emotivo libro, nadie mejor que Cunningham para hacer el prólogo. Al igual que Jones, él había aceptado un rol de banquillo para auxiliar a las estrellas.

Memorias de All Star

Andrew Toney no es el primer nombre que viene a la cabeza cuando se recuerda el año más exitoso de Philadelphia. No obstante, era un hombre de valiosísimos recursos, especialmente una cualidad que los 76ers adoraban: jugaba escandalosamente bien contra los Boston Celtics. De hecho, incluso la grada del leprechaun terminó con síndrome de Estocolmo ante su puntería en un séptimo juego decisivo, donde se resignaron a cantar “Beat L. A.!” como premio de consolación ante un escolta tocado por la varita mágica.

A nadie le pudo sorprender que le seleccionasen para el All Star celebrado en el Forum de Inglewood. Su propio entrenador, Billy Cunningham, se encargaría de darle las instrucciones del partido de exhibición con los otros astros de la Conferencia Este. Pudo sentirse como en casa, puesto que Julius Erving, Maurice Cheeks y Moses Malone le acompañaron en una fiesta coronada, como no podía ser de otra manera aquel curso, con la grandeza del Doctor J, justo MVP por sus 26 puntos, 6 rebotes y 3 asistencias.

Aunque pudo pasar desapercibido a simple vista, Malone dedicó alguna mirada de reojo a Pat Riley, cuyo pelo engominado daba glamour a los mejores baloncestistas del Far West. Entre el afamado entrenador y el pívot había cuentas pendientes. El Brendan Byrne Arena, pabellón de los New Jersey Nets, fue testigo de cómo el estratega angelino dejó sentado en el banquillo al por entonces imperial center de los Houston Rockets, privándole de aspirar a la distinción de jugador más valioso. Compañeros como Robert Reid rememorarían la ira que acumulaba aquella torre ante una decisión que, para colmo de males, facilitó el triunfo final del Este.

La discreta sonrisa de Erving reflejaba lo mucho que estaba disfrutando de aquel regalo en el que se estaba convirtiendo aquel periplo con Malone, a quien incluso brindó un alley oop que aunó plasticidad y fiereza. Cuando Gus Williams, emblema de los Sonics en Seattle, iba a terminar fácilmente un contraataque, el Doctor J le taponó con tanta contundencia como elegancia posterior para ayudarle a levantarse. El mito de Philadelphia logró aunar en apenas una secuencia su condición de caballero de la pista y su carácter competitivo.

Fourious

En aquel instante que podía darle un poco de vértigo, es decir, comparecer ante los micrófonos de la prensa, Malone ideó una inteligente respuesta que le permitiría decir mucho con apenas esfuerzo silábico. Interrogado sobre posibles vaticinios de sus Sixers en los Playoffs, se limitó a decir: “Fo’, fo’,fo”. Era una manera elocuente de reflejar que iban a barrer a todos los oponentes que se cruzasen en su camino. Conviene recordar en este punto que, durante aquella campaña, el Comisionado Larry O’Brien había determinado que los dos primeros cabezas de serie de cada Conferencia estuvieran exentos de batirse en la primera ronda.

Un necesario respiro que vendría de maravilla al favorito de todas las apuestas. Bobby Jones, cariñosamente conocido como el Secretario de Defensa por la comunidad de fans del Spectrum, sentía que estaban frente a la mejor oportunidad posible para descorchar las botellas de champán. Por supuesto, el vestuario echaba de menos a profesionales que habían estado en las Finales previas como Caldwell Jones o Darryl Dawkins, si bien resultaba indudable que haber colocado todas las naves para obtener a Malone estaba resultando ser una bendición. No hubo ninguna voz contraria a su designación como MVP de la NBA.

Vía rápida

Billy Cunningham sabía lo traicionera que era la postemporada de la NBA. No en vano, su equipo llevaba hasta dos luchas por el anillo (1980 y 1982). Particularmente, el primer revés todavía seguía doliendo: con las Finales empatadas a dos, Kareem Abdul-Jabbar sacó fuerza de flaqueza para mantener a L.A. con la ventaja de campo. Sin embargo, el precio a pagar por los californianos resultó terrible: un esguince de tobillo privó a los angelinos de su pívot estrella.

Paul Westhead, por entonces entrenador de la franquicia de Jerry Buss, recibió la oferta de su prometedor novato, Magic Johnson, de jugar como center. Una auténtica locura que, quizá, fue aceptada porque tenían muy poco que perder en el Spectrum. Más de 18.000 fanáticos de los Sixers tuvieron que enmudecer ante un imberbe chico de veinte años que ocupó todas las posiciones posibles aquellos cuarenta y ocho minutos, alcanzando 45 puntos, 15 rebotes y 7 asistencias.

Cunningham no lo había olvidado. Tampoco las Finales del Este en 1981 cuando permitieron a los Boston Celtics de un tal Larry Bird levantarle una ronda donde tenían la casi definitiva ventaja de 3-1. Por ello, el staff técnico de Philadelphia advertía a propios y extraños de la importancia de saber cerrar los negocios antes de que pudieran complicarse. Y la mala suerte hizo acto de presencia: Moses Malone tenía una tendinitis en su tobillo izquierdo.

Estaban en las vísperas de arrancar las semifinales contra los New York Knicks, ¿debían ser precavidos y no arriesgar? Fue el propio Malone quien dio la respuesta en el Spectrum, echándose el partido inaugural a sus espaldas con 38 tantos y 17 rebotes. Los chicos de la Gran Manzana contaban con auténticos prodigios como Bernard King (Enlace), así que los favoritos de todas las quinielas querían quitarles cualquier idea extraña que pudieran albergar sobre el resultado final. 

La pequeña decepción

Aaron Carter no vaciló a la hora de recordar aquel pequeño borrón en un manuscrito casi perfecto. Para The Philadelphia Inquirer hizo un artículo homenaje a uno de los episodios deportivos más importantes para la cuna de la Declaración de Independencia. Nos situamos en las Finales de la Conferencia Este: los Milwaukee Bucks de Don Nelson han evitado que se produzca un nuevo episodio de la rivalidad entre Celtics y Sixers. De hecho, podría decirse que el técnico de los Bucks había apalizado por completo a la franquicia del trébol, elástica que Nelson había defendido en sus días como jugador.

La grada del MECCA Arena se lo había pasado en grande exhibiendo escobas para consumar el 4-0 en su ciudad de un oponente que contaba con estrellas como Larry Bird o Robert Parish. Bill Fitch, el sargento de hierro que había llevado a los jóvenes astros célticos a un campeonato, acabaría haciendo las maletas tras presenciar la primera vez que Boston no era capaz de ganar ni un encuentro de una serie por el título. Figuras como Sidney Moncrief acaparaban elogios por su desempeño y Bob Lanier soñaba con llegar, al fin, a la tierra prometida de unas Finales tras tantos años batallando en la NBA.

La metrópolis del estado de Pensilvania pronto comprendió que aquellos aspirantes iban en serio. A falta de 36 segundos para finalizar la prórroga del primer duelo, Bobby Jones surgió de la nada para interceptar el pase de Alton Lister y dar una asistencia clave a Clint Richardson, quien machacó a una mano en una espectacular acción que dio ventaja a los locales por 110-109. Las energías pasaron de bando y los Sixers pudieron respirar tranquilos. Billy Cunningham solía decir que la contribución de Jones no podía entenderse viendo la hoja de estadísticas. Y lleva razón. Su forma de recuperar y evitar que esa bola se saliera por la línea de fondo colocó los cimientos para sobrepasar la confianza de Milwaukee.

De hecho, el sueño de Don Nelson habría sido que el incómodo alero hubiera tenido un constipado en el segundo enfrentamiento. En una acción decisiva, Brian Winters se disponía a firmar un espectacular mate cuando fue sorprendido por Jones, saliendo repelido e iniciando un contraataque que terminó justo como amaba la grada en esa pista: una maravillosa y estética finalización del Doctor J.

La ciudad más grande y poblada del estado de Wisconsin quería seguir soñando, así que fue otro artista defensivo, Maurice Cheeks, el encargado de hacerles despertar. Originario de Chicago, aquel base de 1’86 metros de altura se había formado en el campus de la Universidad West Texas, ganándose la reputación suficiente para que los 76ers lo escogieran en el Draft de 1978. Jamás lamentaron esa decisión, puesto que a lo largo de más de una década siempre fue un magnífico profesional y experto carterista que disfrutaba a costa de los mejores playmakers del globo.

Y Cheeks no iba a fallar aquel día contra los Bucks. Anotó siete puntos consecutivos en el último cuarto para liderar la escapada definitiva de los suyos. Philly tenía la serie justo donde lo deseaban y, por ello, el cuarto encuentro resultó tan doloroso para un proyecto que estaba coqueteando con la perfección. Se les escapó de las manos. Una derrota totalmente asumible y una ronda que remataron el quinto día sin complicaciones. No obstante, para un candidato perfeccionista, había un pequeño borrón en el expediente.

Al otro lado del cuadro, L. A. creció con firmeza en su Conferencia Oeste. Hubiera o no cuentas pendientes por el pasado All Star, Riley mandó todos los cuerpos que tenía a su disposición para buscar el antídoto. Kurt Rambis poseía el corazón de un león defendiendo al poste bajo, pero Malone le terminaba sobrepasando por arriba. Mark Landsberger exhibía voluntad, aunque era imposible que pudiera contenerle sin meterse en problemas de faltas. En el caso de Jabbar, fue una fórmula que, en ocasiones, utilizaron, pero a costa de cansarlo más de la cuenta para que luego rindiera en ataque. Magic, siempre iluminado, lanzó unas proféticas palabras: “No sé qué vamos a hacer con Moses”.

Tesis doctoral

No hacían falta las palabras en los pasillos del Forum de Inglewood. Antes de recibir el trofeo de manos del Comisionado, Julius Erving se fundió en un abrazo con Bobby Jones. Su escudero de lujo. Un líder en la sombra. Aquel jugador a quien el incombustible Darryl Dawkins definió de una manera perfecta “Es el primer cabrón blanco que ha conseguido hacer un mate delante de mí” (Enlace).

Una alianza perfecta que sentía haber cerrado un círculo. El cuarto partido de las Finales tuvo todo lo que podía intuirse de un campeón arrinconado como los californianos. Magic se multiplicaba en la pista para no despedirse de la NBA en su propio feudo, mientras que Abdul-Jabbar consiguió un mate por encima de Moses Malone en la primera mitad que levantó a la grada. Con la lección de Milwaukee bien aprendida, Cunningham sabía que únicamente debían aguardar su oportunidad, esperar el momento idóneo y desgastar la moral de los amarillos.

Malone volvió a ser un monstruo incontrolable (24 puntos y 23 rebotes), pero las deidades de las canastas, por una vez, decidieron ser justas con un caballero que había brillado en la extinta ABA y luego prolongado su clase por la competición vencedora en aquella guerra civil de torneo. El Doctor J era amado por todas las personas apasionadas por el baloncesto. Incluso un narrador experimentado como Dick Stockton, artista en mantener un sano distanciamiento, caía, en ocasiones, rendido a los pies de un bonito cuento de hadas que había de terminar así.

Recuperación de Philly y mate de Erving en los compases decisivos. ¿Una guinda más? Por supuesto, una elegante suspensión para abortar cualquier intento de los de Riley. 108-115 y acciones decisivas del ídolo indiscutido del Spectrum. El entrenador de Los Ángeles Lakers comprendió la extraña paradoja. Durísimo como jugador, Riley era demasiado inteligente para ignorar que con Magic y el proyecto de Jerry Buss debía practicar un sistema ofensivo, vistoso y que dejó prendado al planeta. En su fuero interno, en cambio, admiraba aquello que habían construido los Sixers. Dureza, presencia y contundencia. Posteriormente, le veríamos intentando aplicarlo en franquicias como los New York Knicks o los Miami Heat.

El trueno

Todavía retumbaba el aro del Forum ante el mate de Maurice Cheeks cuando Pat Williams volvió al trabajo. El baño de gloria que se dieron los Sixers en California fue tan grande que resulta sencillo imaginar que se vieron aquejados de los problemas propios del estómago lleno. Sin embargo, el arquitecto de operaciones tenía el firme propósito de mantener aquella nave y exprimir al máximo la presencia de Moses Malone.

Hombre atento al funcionamiento de lo deportes americanos más populares, especialmente béisbol y baloncesto, Williams ya había pasado por la ciudad del amor fraternal cuando la franquicia suplicó su regreso tras unos años catastróficos que cristalizaron en un punto de inflexión humillante: la temporada 1972/73, cuando se convirtieron en un chiste deportivo que la incisiva pluma de Charley Rosen terminó inmortalizando en el libro Perfectly awful.

Por fortuna, con aquel sagaz general manager fueron reconstruyendo a una de las potencias de la Conferencia Este. Además, ya tenían garantizada la incorporación de Charles Barkley, un ala-pívot de verbo fácil, anotación implacable y gran capacidad reboteadora. De hecho, aunque los medios (y la cúpula de David Stern) suspiraban por una reedición de la mítica rivalidad Celtics-Lakers, incluso Larry Bird y sus compañeros admitían que miraban con el rabillo del ojo a Philadelphia, uno de los pocos contrincantes que podían seguir su ritmo de victorias.

La afición de la NBA tuvo que esperar poco tiempo. El 4 de noviembre de 1984 se celebró un partido en el Boston Garden que volvía a reavivar los fuegos de la rivalidad. Ninguno de los dos gallitos había perdido todavía ni un mísero encuentro. Larry Bird, un maestro del trash talking, intentó aprovechar la atípica mala noche que estaba teniendo el Doctor J para sacarle de sus casillas.

En un momento atípico al máximo en una carrera prácticamente sin mancha, Erving lanzó vario puñetazos a Larry Bird, iniciando una refriega donde hombres de uno y otro bando acudieron al rescate. La NBA tomó varias sanciones ejemplares con costosas multas en aquella derrota amarga para Philadelphia por 130-119. Tal vez un preludio de que mantenían un buen nivel, pero que los Celtics estarían un peldaño por encima de ellos en la División Atlántico.

Había morbo sobre un posible reencuentro. De hecho, casi nadie prestó excesiva atención a los New Jersey Nets, pese a que contaban en sus filas con un viejo conocido: “Aunque ya no era parte de la organización cuando ganaron, me alegró que finalmente lo consiguieran y estuvo incluso más feliz cuando, jugando con los Nets, vinimos aquí y los eliminamos de los Playoffs”. Las declaraciones de Darryl Dawkins no escondían el resquemor de una apasionada pareja cuando evocaba a un amor perdido.

«Chocolate Thunder», como le llamaban por sus estruendosos mates, había sido un currante en los 76ers. Con mucho humor, recordaba las pesadillas que le provocaban los ganchos del cielo de Abdu-Jabbar en aquellas Finales contra L. A. Pese a su buena aceptación entre la comunidad de la ciudad del amor fraternal, el presidente Harold Katz lo incluyó en una ambiciosa operación que añadía los derechos de una primera ronda del Draft que podía ser muy valiosa si elegían con atención.

Nadie pudo imaginar que acaban de mandar una bala de plata a un futuro rival en la ronda inaugural. Katz había actuado como el maquiavélico negociante que era, un hombre que amasó una fortuna con la empresa Nutri/System. No obstante, Dawkins se guardaba un as bajo la manga, una de las revanchas deportivas más atípicas que se recuerdan en un duelo donde ninguno de los contendientes fue capaz de ganar en su condición de local.

Buck Williams, ala-pívot de New Jersey, brinda las claves de una de las sorpresas más grandes que nunca se han dado en los Playoffs: “Controlamos el tempo del partido. Philly no tenía piernas suficientes para seguirnos. La receta realmente nos funcionó”. Así fue, dejando un amargo pozo de decepción que los brillantes portadores del anillo de 1983 siempre tuvieron presente en los siguientes cursos. Y es que la campaña 1984-85 fue bastante brillante para Philadelphia, incluyendo el poder barrer a un gallito como los Milwaukee Bucks de Don Nelson en las semifinales.

Con ansías de revancha, quedaron sumergidos en unas Finales del Este contra los Boston Celtics que parecía recordar días de gloria como cuando Andrew Toney se ganó como apodo “El estrangulador de Boston” al acabar con los maleficios y supersticiones hábilmente creados por Red Auerbach en 1982. Estando 3-1 abajo en la serie, se les escapó el quinto en el Garden por escaso margen (102-100). Teniendo en cuenta lo típico que era en aquellos enfrentamientos que la escuadra que iba por detrás terminase emergiendo, tal vez un sexto encuentro en el Spectrum con Larry Bird sintiendo fuertes molestias en el codo era justo lo que el médico habría recetado a Billy Cunningham, quien oficializó su retirada al poco de consumarse la eliminación.

Es decir, un bienio donde el futuro parecía resplandeciente para los 76ers se truncó de maneras inesperadas y aceleró un proceso de decadencia que debió ser mucho más gradual en el tiempo, además de permitir alguna parada más por el anillo. Eso sí, siempre quedaría registrado que, en la década más ferozmente competitiva, tuvieron la postemporada más dominante que se había visto.

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