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El lobo en primavera

Kevin Garnett fue el mejor jugador del planeta durante aquella temporada 2003/2004. Un viaje imposible hacía el anillo que no estuvo tan lejos de volverse real.

Kevin Garnett
Getty Imnges

Es uno de los mejores anuncios en la historia de la NBA. Acostumbrada la audiencia a discursos triunfalistas y tramas con final feliz, aquel avance de la postemporada del año 2003 resultaba casi melancólico. La voz de Kevin Garnett evocaba los reveses que sus Minnesota Timberwolves habían recibido a la hora de la verdad, en las rondas por el título. Desde sufrir barridos a eliminatorias que se le escaparon de entre los dedos. Ninguna victoria durante dicho recorrido. No obstante, el segmento televisivo culminaba con el ala-pívot declarando su impaciencia porque la pelota volviera a lanzarse al aire.

La andadura de la franquicia baloncestística en tierra de los hermanos Coen no tuvo un inicio fácil, incorporados durante la expansión de 1989 y siendo un mercado poco apetecible para los agentes libres. Inviernos muy duros y unos registros de victorias paupérrimos en los primeros pasos hacia una competición feroz. Algo pareció cambiar en 1994 cuando llegó Glenn Taylor, un magnate que quería hacer soñar a lo grande a la grada del Target Center.

Y el deseo más palpable resultó ser Garnett. Un prodigio de instituto dispuesto a dar el salto directamente desde la Secundaria al torneo de David Stern. Su ejemplo inspiró a otros talentos precoces como Kobe Bryant o LeBron James, sorprendido de aquel descarado e inusual mutante que abría la ventana a un nuevo tipo de jugador. Greg Popovich admitió que le pareció mentira que alguien pudiera tener unos brazos tan largos y ser tan veloz, modificando para siempre la percepción que teníamos de los aleros.

Flip Saunders pronto se convirtió en su mentor con la pizarra y en la vida, puesto que el imberbe entrenador pronto tomó el relevo de Bill Blair. Los dos hallaron pronto una conexión especial, hasta el punto de que el preparador únicamente se preocupaba de que el proyecto deportivo estaba echando un exceso de responsabilidad sobre los hombros de un dotado artista del basket con 2’11 metros de altura y un primer paso demoledor. Lo tenía todo sobre el papel, pero ni siquiera él ganaría solo en un nivel tan alto de competición.

Y no era para menos establecer esa asociación. En cierto sentido, el prodigioso adolescente estaba en Minnesota en unos términos muy parecidos a los de Luis XIV cuando contemplaba Versalles. No en vano, justo antes del cierre patronal, su hábil agente Eric Fleischer, arrancó a la franquicia un contrato por valor de 126 millones de dólares. En otras palabras, el ala-pívot estaba más valorado que toda la organización. Semejante ruptura de las reglas del juego acabaría siendo uno de los argumentos esgrimidos contra David Stern durante el célebre parón.

Transcurrieron los años y se convirtió en uno de los mejores. Un All Star perenne que incluso se llevó el MVP durante el encuentro de las estrellas que confirmaba (a la tercera iba a la vencida) retirada de Michael Jordan. Sea como fuere, convertirse en una de las camisetas más vendidas y el oro olímpico de 1996 no ocultaba su desazón por no estar logrando el éxito colectivo con los Timberwolves. Una frustración que pareció sanarse durante una primavera mágica, la del año 2004, justo cuando los astros se alinearon para brindar, ahora sí, una camada a su altura con la que aspirar a progresar en una Conferencia Oeste plagada de temibles amenazas.

Las decisiones de Kevin

Había sido uno de los mejores. Técnicos con fama de exigentes como Hubie Brown lo catalogaron como virtualmente indefendible cuando era un desgarbado ala-pívot que corría por el Boston Garden. No obstante, Kevin McHale dejó de defender la elástica de los Celtics y ahora su objetivo era demostrar que podía ser exitoso en los despachos de una franquicia con apenas bagaje histórico en una jungla como la NBA.

Hubo movimientos clásicos que se podían esperar. Desembarcó Michael Olowokandi, un center nigeriano de quien se esperaba pudiera aportar músculo para relajar un poco las responsabilidades de Garnett bajo los tableros. También llegó Mark Madsen, un buen actor secundario en la dinastía de los Ángeles Lakers bajo las órdenes de Phil Jackson. Formado en el programa universitario de Stanford, era un hombre idóneo para crear piña en el vestuario, con experiencia en partidos por el título y que no tendría malos gestos cuando le tocara saltar pocos minutos a la pista.

McHale y su equipo estuvieron atentos a posibles gangas en el mercado, especialmente con una llamada sin apenas tiempo al agente del escolta Fred Hoiberg, quien ya casi tenía hechas las maletas para marchar a Italia tras su despedida de los Chicago Bulls. De igual manera, se mantenía al joven Wally Szczerbiak, una figura en crecimiento e hijo de una leyenda del Real Madrid. En resumen, los clásicos acicalamientos que se esperan de toda franquicia que se precie durante el verano. Con todo, McHale sabía que necesitarían algo más para convencer al mundo de que Kevin Garnett ya no estaba solo ante el peligro.

Una de sus apuestas era un valor seguro. Sam Cassell podía contar muchas historias bajo el calor de las hogueras sobre sus años con los Houston Rockets campeones, además de haber formado una línea exterior de altura con compañeros como Ray Allen en los Milwaukee Bucks. Intercambiándolo por Joe Smith y Anthony Peeler, McHale adquirió a un playmaker curtido e inteligente, además de venir con Ervin Johnson bajo el brazo. El clásico cambio de cromos de la NBA que busca sobre todo veteranía, puesto que Cassell tenía más triunfos en los Playoffs que cualquiera de sus nuevos compañeros.

La otra acción sería mucho más arriesgada. Con 19’1 tantos y 4’2 rebotes, todo el mundo sabía que Latrell Sprewell tenía calidad para jugar en cualquier escuadra del mundo. Pese a ello, su dura crianza en Flint, una de las zonas más desfavorecidas de Michigan, y episodios lamentables de disciplina vistiendo la elástica de los Golden State Warriors pesaban en su contra. McHale metió sus intereses en una negociación a cuatro bandas entre franquicias, una maniobra que por poco se fue al traste por la irrupción de un quinto interesado cuyo nombre el antiguo ala-pívot de los Celtics nunca desveló.

New York Knicks, por entonces Sprewell defendía a los de la Gran Manzana en la cancha, Atalanta Hawks y los Sixers empezaron a usar sus teléfonos. Nadie podía dudar que Minnesota mostró habilidad, si bien había rumores alrededor de los muchos inconvenientes que podía generar un escolta aplaudido por el mismísimo Michael Jordan, pero cuya inestabilidad emocional podía costar mucha tranquilidad en cualquier vestuario. Inicialmente, el brillante exterior llegó con pocas ganas de hablar ante los micrófonos y muchas de ponerse a jugar al lado de Garnett.

A diferencia de Sprewell, Cassell era un tipo vocal. Si el primero disfrutaba liderando con el ejemplo en la cancha, el segundo estaba acostumbrado a hablar hasta por los codos. Pronto, Garnett aprendería a imitarlo, cuchicheando en la oreja de propios y extraños. Más allá de la broma, observadoras sagaces como Lea B. Olsen, reportera vinculada a Minnesota, se dieron cuenta de que era justo lo que la estrella del club necesitaba. No ser siempre él quién diera el paso al frente o decir a lo demás cómo colocarse, interpretando las instrucciones del banquillo. El experimentado base lo descargaba de trabajo de una manera admirable.

Olsen, quien había jugado con mucho éxito al baloncesto, se había percatado de que aquella era una combinación perfecta. En el pasado, bases trotamundos como Chauncey Billups o Stephon Marbury habían paseado su clase por las tierras nevadas, pero no sucedió en el instante preciso. Ahora la conexión y la diferencia de edad entre ambos deportistas resultaba inmejorable.

Duros comienzos

La historia oral es tan fascinante como traicionera. De manera involuntaria, nuestra cabeza embellece y adorna recuerdos que juzgamos verdades absolutas. Evocar a los Minnesota Timberwolves de la campaña 2003/04 parece sinónimo de grandeza y muchas noches felices en el Target Center. Sin embargo, al recordar esa época a través de sus protagonistas, Michael Rand encontró una realidad más compleja: Fred Hoiberg le avisó de que el tranquilo training camp desembocó en algo más duro de lo habitual, puesto que había demasiados rostros nuevos a los que aclimatarse.

Si bien en los partidos de exhibición todo parecía ir sobre ruedas, arrancaron la temporada regular con un balance muy ajustado. Apenas superando el 50% del balance victorias-derrotas, Flip Saunders convocó una reunión con Garnett, Sprewell y Cassell. Necesitaba que se complementaran mejor. Acostumbrado a cargar con todas las responsabilidades del sistema de los Wolves, el ala-pívot debía delegar en la dirección del nuevo playmaker y trabajar para aprovechar las muchas cosas que ofrecía el antiguo Knick. A cambio, los flamantes fichajes debían aprovechar al máximo a una estrella que, al fin, no iba a ser defendida por todo el quinteto contrario al darse otras sólidas vías de anotación.

Mike Cristaldi, responsable de la comunicación de la franquicia con la prensa, se dio cuenta de que estaban generando más expectación que nunca. Pronto, los hombres de Saunders fueron una de las escuadras que más apetecía ver por su talento en pista. Además, en los inicios supieron mantenerse ajenos a las polémicas.

“Estoy jugando con chicos que traen la misma pasión y competitividad al baloncesto que yo”. Las declaraciones de Sprewell invitaban a pensar que estaba manteniendo a raya a sus demonios. Y así sucedió en unos primeros meses donde estaba recuperando las sensaciones que tuvo cuando unos New York Knicks plagados de lesiones y dificultades fueron capaces de sorprender a la NBA y presentarse a la lucha por el anillo contra los San Antonio Spurs.

Con un porcentaje de acierto en los tiros libres del 80%, el díscolo talento estaba garantizando mucho castigo a los marcadores exteriores del rival que le asignasen cada noche. Mientras la grada festejaba sus triples, Flip Saunders subrayaba la energía defensiva y los robos de balón que provocaba una carismática figura cuyo corte de pelo en ocasiones recordaba a algunos de los personajes de las películas del afamado Spike Lee. Lejos de sembrar el caos, estaba siendo una bendición para el resto del roster y la organización tenía información de que aprovechaba los días de asueto para conducir hasta Milwaukee, el hogar de su familia, a apenas cinco horas en automóvil. Parecía centrado y dispuesto a ayudar a Garnett a confirmar su salto a la fama.

Lucha de espejos

“Los Pistons han salido de la Conferencia Este”. Nadie pareció querer prestar mucha atención a las palabras de Kevin Garnett, cuyos 25 puntos habían sido esenciales para que sus Wolves ganaran en una plaza tan complicada como el Palace de Auburn Hills. El triunfo por 87-88 quedó opacado por el debut de Rasheed Wallace, inesperada incorporación desde los despachos por el general manager Joe Dumars. Si bien el técnico Larry Brown afirmó que no quería que nadie apareciera como salvador de equipo, el antiguo Jail Blazer era justo lo que había recetado el doctor a la franquicia de Michigan, única perseguidora de peso en su lado del cuadro de los poderosos Indiana Pacers de Rick Carlisle, a la postre el mejor récord de aquella NBA.

Nadie sabía cómo iba a encajar Sheed en aquel engranaje, puesto que era tan versátil como célebre por varias polémicas. De cualquier modo, Garnett percibió algo en esos pocos minutos que su par estuvo en la cancha. En el futuro, afirmaría que medirse a Wallace era jugar contra un espejo. Si bien distintos, compartían puesto en la cancha y la capacidad de reconfigurar todo aquello que creíamos saber sobre los límites de lo que podía ejecutar un hombre alto.

La frase de Garnett se revelaría profética, puesto que Detroit iría acumulando hazañas defensivas con pocos precedentes noche tras noche. La metamorfosis Piston les permitiría ser incluso una amenaza para los coronados Pacers y las potencias del Far West. Cuestionado por las eliminatorias, Rasheed aplicó la lógica y dijo que no debían obsesionarse por el Oeste, puesto que los grandes conjuntos como Minnesota, Sacramento o Dallas se iban a eliminar entre ellos. Su objetivo era Indiana.

Sin importar esos ajustes tan interesantes en el panorama, la prensa deportiva se centraba especialmente en Los Ángeles Lakers. Después de la retirada de Michael Jordan, David Stern y sus ayudantes descubrieron que no había un culebrón más interesante para el fandom que el eterno pleito entre Kobe Bryant y Shaquille O’Neal, con Phil Jackson como maestro de ceremonias. Con tres títulos en los últimos cuatro años, los amarillos eran el ogro de la NBA e incluso organizaciones tan sólidas como San Antonio sufrían ante ellos. Para añadir más gasolina al incendio de glamour, en el verano de 2003 habían incorporado a Gary Payton y Karl Malone, dos futuros miembros del Hall of Fame dispuestos a perder emolumentos a cambio de enfundarse el preciado anillo.

Don Nelson, cabeza rectora de unos Dallas Mavericks de juego muy vistoso, advirtió del juggernaut que se había creado cuando pudo comprobar en sus carnes el potencial de aquel cuarteto en su primera visita al Staples con la nueva fórmula. Eso sí, pronto el escándalo salpicó la iniciativa de la franquicia de Jerry Buss, puesto que Kobe Bryant alternaría su desempeño en la pista con visitas al juzgado por el terrible incidente de Colorado, una acusación de violación que siempre sería una espada de Damocles sobre el que fuera uno de los jugadores más influyentes de su generación.

Desahogándose con posterioridad en su libro The Last Season, Phil Jackson buscó usar todos sus considerables recursos psicológicos para evitar la ruptura total entre Shaq y Kobe antes de que consiguieran otro anillo, además de lidiar con los problemas de enfermería de sus curtidas estrellas recién fichadas. Podría decirse que cuando estuvieron sanos, fueron el roster más temible del campeonato, lo cual no impidió a los Wolves sacarles dos triunfos de ventaja con sus 58 victorias. Tener garantizada la ventaja de campo en los Playoffs del Oeste era un aliciente que hablaba a las mil maravillas de la adaptación que el Big Three de Minnesota logró en honor de Kevin Garnett, quien se encontraba en su plenitud física, emocional y de aura.  

Como en los buenos negocios, todas las partes involucradas sacaban rédito. Sam Cassell, quien aprendió a interpretar de maravilla las peticiones de Saunders, acompañó al jugador franquicia al All Star celebrado en el Staples Center. Precisamente Garnett vio justificado su mote como Big Ticket al ser el jugador más votado para participar el evento por la afición, si bien los focos terminaron siendo para Shaquille O’Neal, premio al final del duelo. Era un aviso a navegantes, desde su primer anillo con L.A., el perro grande de la NBA bostezaba durante buena parte del curso y luego emergía como un peligroso ogro.

Flip Saunders vio recompensado su trabajo al poder entrenar a las celebridades del Oeste aquel día, midiéndose en la banca a Rick Carlisle. El marcador 136-132 confirmaba la usual preponderancia del Far West por aquellos años.

El Rey Lobo

Al fin, sentía que las piezas encajaban en su sitio. Con 24’2 tantos, 13’9 rebotes, 5 asistencias y más de un robo por encuentro, era una noticia poco sorprendente que David Stern entregase el premio como MVP del curso baloncestístico a Kevin Garnett. Sin embargo, la felicidad del ala-pívot radicaba en que el galardón venía acompañado de la apabullante victoria de los Minnesota Timberwolves por 4-1 frente a los Denver Nuggets de la emergente estrella juvenil Carmelo Anthony.

Una maldición había quedado rota tras tantas postemporadas de frustraciones. “Cuando lo seleccioné en 1995 ya pensaba en ser el MVP” confesaba un radiante Flip Saunders, quien también veía revindicada su pizarra con una victoria que alimentó el hambre de una escuadra que parecía no tener techo. Eso sí, las semifinales iban a deparar una incómoda pareja de baile, nada menos que los Sacramento Kings.

Los fascinantes reyes sin corona de la NBA (Skyhook 27) llevaban años siendo uno de los estilos de juego más atractivos del campeonato. Rick Adelman llevaba la batuta de una mezcla perfecta de talentos norteamericanos como Chris Webber con brillantes fichajes extranjeros. Únicamente el poder de la dupla Bryant-O’Neal y uno de los arbitrajes más escandalosos en la historia del baloncesto les habían privado de dar el último paso. Eso sí, los Wolves iban a afrontar a una versión trágica de aquellos fantásticos jugadores del Arco Arena.

Todo había comenzado con la imagen de Chris Webber los pasados Playoffs, tendido y lesionado en un segundo juego en Dallas cuando sus Kings parecían tener el control de la serie. El antiguo miembro de los Fab Five no pudo volver a vestirse de corto, si bien Mike Bibby, Predrag Stojaković y Vlade Divac espolearon a sus camaradas de púrpura para llevar aquella eliminatoria a siete encuentros. No obstante, caer frente a Dirk Nowitzki con honor era parco consuelo para un proyecto que se sentía maltratado por la Fortuna a la largo de sus años de mayor plenitud para llevarse el anillo.

Jeff Munneke, responsable de la relación de la franquicia Wolf con su comunidad de fans, había puesto en la pizarra las declaraciones del Nugget Jon Barry sobre que la grada de Minnesota no era de las más ruidosas de la NBA. Un truco sencillo, pero eficaz, puesto que el público no pensaba defraudar a los suyos cuando más los necesitaban. Desde luego, si hubo un momento para que nadie regatease esfuerzos fue en aquella cacería sin cuartel contra Sacramento, un club por entonces con suma experiencia lidiando con duelos comprometidos.

Gregg Farnam, responsable de la preparación física dentro del staff técnico de Sanders, siempre reconoció que aquella resultó la empresa más dura desde que firmó por los Timberwolves en el año 2000. Bajo su agudo ojo, Sam Cassell estaba empezando a mostrar unos síntomas preocupantes en la espalda por el tremendo esfuerzo que iban a exigir aquellos duelos frente a la aristocracia del Far West.

Fred Hoiberg, escolta de Minnesota, afirmó que el inicio de las semifinales se erigió como una amenaza velada. Era la jornada donde Kevin Garnett pudo mostrar su merecido trofeo individual a compañeros y grada, creándose una voluntaria sensación de relajación. Bajo la sabia batuta de Mike Bibby, el conjunto comandado por Rick Adelman robó la ventaja de campo y un tenue silencio presidió al Target Center. De la noche a la mañana se encontraban contra la espada y la pared.

Sacramento era consciente de que podían hundir la moral de Minnesota con un segundo triunfo a domicilio. Con su vistoso y eficaz sistema de pases a la europea lograron volver a desarmar al líder del Oeste, gozando de un pequeño margen en el marcador a falta de pocos minutos. Sam Cassell se olvidó de cualquier posible pinchazo que pudiera sentir en la espalda y lideró a una jauría hambrienta que colocó un espeluznante parcial de 16-1. Previamente, en un tiempo muerto pedido por los locales tras un lanzamiento exterior de Doug Christie, Kevin Garnett había gritado para levantar a los suyos de su letargo.

Con sus clásicos cencerros sonando, el público del Arco Arena era plenamente consciente de que la siguiente partida podía marcar el devenir de la serie. Garnett volvió a colocarse el disfraz de deidad con 30 puntos y 15 rebotes. Sea como fuere, cuando todo parecía resuelto para los visitantes, las últimas posesiones fueron un éxtasis anotador entre Bibby y Stojaković. El francotirador balcánico acabó con 29 tantos, incluyendo el lanzamiento que culminó la remontada (104-104). “Bobby” Jackson, obligado a presenciarlo de civil por sus molestias físicas, no cabía en su gozo cuando Brad Miller cerró las vías de anotación del MVP de Minnesota para certificar una prórroga que parecía una misión imposible para los visitantes.  

Ataviado con una camisa de manga corta y lunares blancos, como si fuera un turista en una velada apacible antes que el general manager de un proyecto ambicioso, Kevin McHale tuvo que contener sus emociones en territorio hostil en una agonística prolongación donde Trenton Hassell y su entusiasmo pudieron, por una vez, contener al lanzador predilecto de Sacramento.

Ahora las dudas llegaban a los californianos. En algunos mentideros se señalaba que la incorporación de Webber, una auténtica mega-estrella, había perjudicado indirectamente a los Kings por haberse producido su recuperación con buena parte de la campaña ya desarrollada. Stojaković asumió muy bien el liderazgo anotador durante la ausencia y parecían precisos unos ajustes similares a los efectuados por Saunders cuando añadieron a Sprewell y Cassell al reino de Garnett. De cualquier modo, los Kings no tenían tantos meses y sus ajustes debían darse de inmediato.

Webber, uno de los mejores ala-pívots de su generación, despejó todas las incógnitas para equilibrar la serie y restaurar las tablas. Con 28 puntos y 8 capturas bajo el tablero, el antiguo prodigio juvenil de Michigan reveló a Minnesota que no podrían desembarazarse tan pronto de ellos como lo habían hecho con los imberbes Nuggets. Así fue. Los dos contendientes se repartieron los dos siguientes enfrentamientos sin que nadie pudiera volver a robar la victoria a domicilio.

La extenuación se trasladaba incluso a los desenlaces intrascendentes. Aunque cayeron el sexto día por 104 a 87 en el Arco Arena, Garnett se las ingenió para empujar al escolta Anthony Peeler para provocar la respuesta del jugador de Sacramento, la cual se tradujo en un feo codazo. El Comisionado y su equipo colocaron una multa de 7.500 dólares al MVP de la temporada, pero Peeler no podría estar en la pista para el encuentro decisivo, malas noticias para Rick Adelman, quien estaba apretando las clavijas de los suyos al máximo.

El lobo en primavera

Alberto Clemente, columnista del diario As, lo expresó de manera inmejorable cuando dijo que aquello era el sueño imposible de un joven que iba a cumplir 28 años. Estrellas consagradas como Steve Kerr, presentes para la ocasión como narradores para la televisión, afirmaron que el MVP de la NBA parecía demasiado ansioso. Cuarenta y ocho extenuantes minutos después llegaría la respuesta de un jugador diferente a todo lo que hubieran visto los dominios regidos por David Stern. Kevin Garnett afirmó que él no tenía anillos con Bulls y Spurs para poder permanecer tranquilo frente a la oportunidad de su vida.

Normalmente, el ala-pívot no deseaba recibir la pelota en la primera posesión de ataque a cargo de los suyos. No era una cuestión de eludir la responsabilidad o esconderse. Simplemente, a veces la energía que sentía era tan fuerte que necesitaba un par de posesiones para aclimatarse. Aquel séptimo día pidió la bola para superar con maestría la marca de Chris Webber. Era un mensaje para los pupilos de Rick Adelman. Si querían ganar, debería ser por encima de su cadáver.

La tetralogía de cuartos que se vio pasó a los anales de la Liga estadounidense. En su célebre anuncio de 2003, Garnett había lamentado que nunca había descubierto que era jugar en su cumpleaños porque estaban eliminados antes de que la efeméride sucediera. En otros momentos, aquella cita conllevaba un recuerdo muy trágico, nada menos que el fallecimiento por accidente automovilístico de su camarada en los Timberwolves más querido, Malik Sealey. Un varapalo para todo el vestuario de Minnesota, maximizado porque el malogrado jugador venía de festejar el vigésimo cuarto cumpleaños de su buen amigo.

Ahora las lágrimas eran de alegría. Sprewell dio un paso al frente, como toda aquella postemporada, y terminó fundido en un sentido abrazo con Chris Webber. El fabuloso ala-pívot de Sacramento fintó con habilidad a Garnett para lanzar un triple que iba directo a forzar la prórroga (83-80), pero terminó saliéndose de dentro por los duendes de los aros. Tanto Spree, apodo cariñoso que se le daba a Latrell, como Webber habían compartido toda clase de momentos vistiendo la elástica de Golden State y eran muy buenos amigos.

Como suele suceder, el entrenador no puede estar feliz del todo, puesto que siempre hay detalles que inquietan para el futuro. En pleno frenesí, Saunders observó que Cassell hizo el célebre baile conocido como el de las “Big Balls”, algo que le provocó unas molestias en la cadera que luego agravaron su condición física. Muchos años después, en 2014, el estratega abroncó a Kevin Martin por tener ese mismo gesto durante una victoria Timberwolf contra los Chicago Bulls.

El despertar veraniego

“Los tenemos contra las cuerdas y ellos lo saben”. Kevin Garnett, cubierto todavía de sudor por el tremendo esfuerzo, no podía contener el caudal de las emociones tan fuertes que le había producido aquel tercer duelo correspondiente a la primera ronda de la postemporada de la Conferencia Oeste en 2003. Con 33 puntos, 14 rebotes y 4 tapones, el poderoso ala-pívot había visto a sus compañeros sostenerse en una frenética prórroga para sobrevivir por 110-114 en Los Ángeles, pese a que él acabó expulsado por su sexta falta personal.

Tal vez, la noche baloncestística más hermosa hasta la fecha en Minnesota. No obstante, la dupla Kobe-Shaq se conjuró y dominó los tres siguientes encuentros para ajusticiar a los Wolves. El recuerdo de aquella eliminación anidaba en el interior del jugador franquicia cuando se disponían a arrancar las Finales del Far West. Las dos escuadras tenían argumentos de peso para presentar su candidatura a favoritos, puesto que los pupilos de Saunders tendrían la ventaja de campo y los angelinos habían logrado hacer armonizar a sus cuatro prodigios en el momento más importante de la campaña.

Una experiencia ganadora que se catalizó en la apertura en el Target Center. Al finalizar el primer choque, Kobe Bryant se mostraría encantado con el sistema ideado por su cuerpo técnico para dominar el peligro de Garnett, sobresaliendo la corpulenta presencia de Karl Malone. Un veterano forjado en mil batallas que convertía en todo un arte el llevar la defensa física al límite y luego sacar faltas en ataque con facilidad. El antiguo ídolo de los Utah Jazz asumió su papel de secundario de lujo y ayudó a asfixiar al MVP, con la imponente presencia de Shaquille O’Neal patrullando el interior.

Con 23 puntos en su casillero, un exultante Kobe animaba a los suyos a mantener al jugador más peligroso de los lobos encerrado en aquel armario de ayudas defensivas. Toda la confianza adquirida por Minnesota en las dos anteriores rondas pareció evaporarse cuando se confirmaron los peores augurios alrededor de la espalda de Sam Cassell, cuya presencia resultaría testimonial el segundo día. Conscientes del abismo al que querían empujarles los de púrpura y oro, Flip Saunders y sus ayudantes insistieron en que era una victoria obligada a cualquier precio si no querían irse de vacaciones.

Doug Collins, comentarista de lujo para la ocasión, subrayó que Garnett supo leer a las mil maravillas su condición de MVP y el hecho de jugar en su feudo para voltear la situación frente a Malone. El Cartero quedó pronto condicionado por las personales y apenas resultó un factor a tener en cuenta a lo largo de una velada donde la jauría local sabía que todo lo construido a lo largo del año estaba en el aire.

Obligados a visitar el estadio con más celebridades de Hollywood por metro cuadrado, los líderes del Oeste no pudieron hacer nada ante el regocijo de Jack Nicholson por los 44 puntos conseguidos a medias entre Bryant y O`Neal. Cuando la pareja letal olvidaba sus egos y trabajaba en equipo, cualquier defensa sentía que iba a sufrir un destrozo por tierra, mar y aire. Saunder y su staff no podían hacerse ilusiones si no eran capaces de ganar uno en California. Debían mantener el espíritu que mostraron en el Arco Arena.

De cualquier modo, volvió a ser el día de Kobe. Recién aterrizado de la vista en Colorado, el jugador por entonces en el ojo del huracán salió dispuesto a evadirse en la cancha, machando a la defensa de Minnesota con 31 puntos. O`Neal intuyó que era el día de su compañero en el exterior y se contentó con exhibirse en la sombra (19 tantos y otros tantos rebotes), intimidando a sus pares. La enfermería de los Wolves no ayudaba, puesto que los peores augurios sobre Sam Cassell se confirmaron y apenas estuvo cinco minutos botando el balón.

Garnett se multiplicó como solamente él sabía hacerlo (28 en su casillero de anotación, 13 rebotes y hasta 9 asistencias), incluso subiendo él la pelota ante la presión ordenada por Phil Jackson. Szczerbiak se erigió en secundario de lujo (19 en su cuenta particular con buenos porcentajes de tiro), pero era insuficiente ante unos angelinos que ni siquiera echaron de menos a Derek Fisher. La primavera iba evaporándose y la época estival se teñía de amarillo.

En todo el curso, los Timberwolves nunca habían sufrido la ignominia de tres derrotas consecutivas. Un factor estadístico que pareció pesar en propios y extraños para un quinto duelo donde los hombres de Phil Jackson podían cerrar la serie. Kevin Garnett volvió a dejarse la piel, ocupando prácticamente cualquier posición necesaria cuando el partido lo necesitara, acabando con 30 puntos y nada menos que 18 capturas bajo tableros.

Sprewell siguió al rey Lobo de la NBA y juntos se conjuraron para que hubiera un séptimo. Realmente, el sexto juego fue extrañísimo, la confirmación de Phil Jackson como favorito de la Fortuna. Tras sobrevivir a la primera mitad con los problemas de faltas de Kevin Garnett, Minnesota dio la vuelta a la situación en el tercer cuarto, con algunas canastas de dibujos animados a cargo de Spree y Big Ticket, perfectamente marcado por Malone en varias de esas acciones. Kobe y Shaq estaban también bajo riesgo de expulsión, pero Kareem Rush tuvo la noche de su vida como profesional y martilleó con 6/7 en lanzamiento exterior al líder del Far West, obligado a permanecer atónito ante un show que les privó de volver a casa.

Sea como fuere, el futuro se intuía brillante en las tierras nevadas. Irónicamente, la profecía de Garnett se cumplió y los Pistons sorprendieron a la NBA al arrollar a los angelinos en apenas cinco encuentros.

Valle de lágrimas

No podía dar crédito a aquellos meses de vértigo y locura. Frente a una figura paternal como John Thompson, Kevin Garnett se sinceró como pocas veces en una entrevista atípica. Incluso hubo lágrimas. Sin embargo, durante el verano de 2004 toda la NBA vislumbraba que ese llanto iba a ser fruto del regocijo por conducir a Minnesota a la tierra prometida. De cualquier modo, llegado el estío de 2005 era palpable la más inmensa de las decepciones.

Por ejemplo, Kevin McHale tuvo que soportar un nudo en el estómago cuando mantuvo una conversación incómoda con un viejo amigo, Flip Saunders. Corría el mes de febrero de 2005 y el equipo llevaba perdidos 20 de sus últimos 32 encuentros. El antiguo socio de Larry Bird y Robert Parish decidió bajar al banquillo para intentar ser una nueva voz que produjera alguna clase de reacción a cargo de un roster que nunca se encontró cómodo en la temporada que debió haber sido la de consagrarse entre la élite del campeonato.

Nadie acusaría a Saunders de haberse borrado o dejar morir el proyecto sin ilusión. Probó hasta doce fórmulas distintas de quintetos titulares, sin encontrar jamás el éxito que antaño parecía garantizado. “Iría a una guerra por Flip” admitiría Garnett frente al antiguo entrenador de Georgetown. Por un lado, el jugador estrella entendía la faceta de negocio de la NBA. En el otro, perdía a un amigo y mentor. Años después, con el trágico fallecimiento de Saunders en 2017 por una terrible enfermedad, el feroz guerrero de las canchas mostraría su lado más sensible y humano para honrar a quien le dio la gran oportunidad cuando arrancaba en el profesionalismo.

Sea como fuere, la llegada de McHale agitó la coctelera y permitió ciertos brotes verdes. Dentro de sus emocionantes crónicas para le revista Marca, Paul Gasol limaba asperezas pasadas con el astro de los Wolves para reconocer que el power forward Timberwolf se dejó el alma en las últimas semanas para amenazar la codiciada octava plaza sostenida por sus Memphis Grizzlies.

McHale no quería lanzar las campanas al vuelo, pero algunos tropiezos de los jugadores de la tierra de Elvis contra Denver, San Antonio y Houston abrió una rendija a la esperanza. De cualquier modo, estaban exprimiendo a Garnett hasta límites inhumanos, viendo Minnesota la imagen más deslucida de su catalizador de juego durante la visita de los Seattle SuperSonics. Con la puntería de Ray Allen y Rashard Lewis afinada, los visitantes dominaron por 94 a 109. McHale se vio obligado a desempeñar el ingrato papel de la impotencia, dando igual lo que produjera su pizarra en una jornada de abril donde salieron por la puerta de atrás de una fiesta donde pensaban quedarse hasta tarde.

Detrás de los fracasos deportivos, como suele ocurrir, había jaleo en los despachos. Robert Gist, agente de Sprewell, empezó a presionar desde finales del año 2004 para conseguir la mejora salarial de su representado. El espectacular escolta tampoco ayudaba con declaraciones públicas en vísperas de partidos importantes, alimentando mucha rumorología alrededor de cuando se convirtiera en agente libre. Un buen exponente de un culebrón que terminaría de la peor manera posible.

“Un experimento fallido”. Así de contundente se mostró el dueño de la franquicia tras la ejecución sufrida a manos de Seattle. Si lo habían disfrutado en su mejor versión como debutante, el segundo año de los Timberwolves con Sprewell se convirtió en una cinta de terror con giros rocambolescos o incluso una esperpéntica rueda de prensa donde el millonario atleta afirmó que necesitaba alimentar a su familia.

De igual manera, era justo admitir que el propietario cometió sus propias torpezas en aquellas semanas infernales. Inmediatamente lograda una victoria clave contra los Golden State Warriorrs, Taylor comunicó a Cassell que no iban a continuar requiriendo sus servicios, sin importar lo que sucediera al final de la temporada regular. Un jarro de agua fría para un veterano comprometido a quien solamente había faltado mayor fortuna con las lesiones para ayudar incluso más al Target Center en aras al objetivo del anillo. El rey Lobo de la NBA no podía saberlo, pero en un horizonte cercano (verano de 2007) aguardaba el brillo del trébol para obtener su codiciado anillo. Cuando lo consiguiera, olvidó por una décima de segundo a la ciudad de Boston para acordarse de Minnesota, su hogar, especialmente en aquella primavera mágica donde todo pareció posible.

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